“Mamá, ¿qué pasa cuando morimos?” Pocas preguntas detienen el corazón de un adulto como esta. No solo porque muchas veces no sepamos qué decir, sino porque hablar de la muerte sigue siendo, incluso hoy, un terreno lleno de miedos, silencios heredados y emociones a las que preferimos no enfrentarnos. Pese a ser un tema que forma parte natural de la vida, culturalmente hemos aprendido a verla como algo doloroso y angustiante, aseguró la psicóloga Gabriela Cossi, de Clínica Internacional a Hogar y Familia. Desde generaciones atrás, se ha transmitido la idea de que la muerte es sinónimo de pérdida y sufrimiento, y eso ha moldeado nuestra forma de reaccionar frente a ella, por lo que muchas veces preferimos evitar el tema. Sin embargo, los niños lo perciben rápido: entienden que la muerte asusta, que es algo que incomodo y que causa tristeza. Y así, sin querer, crecen sin las herramientas emocionales para afrontarla. Pero el tabú no surge solo de la cultura, también nace dentro de nosotros. La muerte nos confronta con aquello que más tememos: la falta de control, la incertidumbre, la ausencia y la posibilidad real de perder a quienes amamos. Por eso, muchos adultos prefieren evadirla, como si no hablar de ella la hiciera menos real. El problema es que el silencio no protege: confunde, asusta y genera ansiedad, especialmente en la infancia, cuando la imaginación llena los vacíos que los adultos dejan. El impulso de proteger: ¿Silenciar o acompañar? Este impulso de proteger a los niños del tema de la muerte nace de un gesto profundamente humano: querer evitarles el dolor. Como explicó la psicóloga, muchos adultos sienten que hablar de la muerte podría perturbarlos y, al mismo tiempo, temen enfrentarse a su propio duelo o a emociones aún no resueltas. Desde ese miedo bienintencionado surge la tendencia a silenciar, a dejar el tema para “cuando sean más grandes” o “cuando lo puedan entender mejor”. Sin embargo, como advirtió la experta, “ese silencio, aunque parezca protector, termina dejando a los niños sin un marco emocional ni cognitivo para comprender la pérdida, lo que puede generar mayor confusión o miedo ante lo desconocido”. En esta misma línea, Kate Eshleman, psicóloga pediátrica de Cleveland Clinic, recalcó que cuando se pospone o se evita la conversación, los pequeños llenan los vacíos con fantasías que suelen ser más angustiantes que la propia realidad. Sin palabras claras o explicaciones adecuadas, cualquier pérdida real encuentra al niño desprovisto de herramientas para procesarla. Pero no se trata solo de hablar, sino también de cómo los adultos transitan su propio duelo. Según el psicólogo Paul Brocca, docente de la carrera de Psicología de la Universidad Científica del Sur, “Los adultos son modelos para procesar y expresar emociones, así como para restablecerse frente a experiencias difíciles. Por eso, su forma de vivir el duelo influye directamente en cómo los niños lo enfrentan”. Cada etapa evolutiva entiende la muerte de forma distinta; adaptar el lenguaje y las explicaciones ayuda a que los niños integren el tema con menos miedo. Por lo tanto, cuando los adultos viven su duelo de manera abierta, honesta y regulada, les muestran a los niños que la tristeza no es peligrosa, que puede ser nombrada, compartida y acompañada. Si un padre o una madre llora con serenidad, explica lo que siente y deja espacio para las preguntas, el niño aprende que las emociones no se esconden: se atraviesan juntos. En cambio, si el adulto se bloquea, evade el tema o finge que todo está bien, el mensaje es que la tristeza debe ocultarse y que sufrir es algo que no se muestra. Esto no solo genera ansiedad, sino que dificulta que el niño reconozca y exprese su propio dolor. ¿Cómo entienden la muerte según su edad? La forma en que los niños entienden la muerte cambia significativamente a lo largo de su desarrollo. De acuerdo con Gabriela Cossi, a diferencia de los adultos, ellos no han vivido tantas pérdidas; sin embargo, son seres muy perceptivos y sensibles a lo que ocurre a su alrededor. Dicho esto, su compresión no es lineal, sino que se construye a partir de lo que observan, sienten y les explican. 0 a 3 años: Viven la pérdida como una ausencia. 3 y 5 años: Pueden tener pensamientos mágicos, creyendo que la persona regresará o que está dormida. 5 a 9 años: Comienzan a entender que la muerte es irreversible, aunque aún pueden tener dudas o mezclas entre la fantasía y la realidad. Adolescencia: Integran la muerte como un fenómeno universal y definitivo. En otras palabras, saben que todos los seres vivos mueren y pueden reflexionar sobre ello con mayor profundidad. Justamente por esta sensibilidad, es sumamente importante no subestimar su capacidad de compresión. “Los niños entienden más de lo que expresan. Cuando no se les da una explicación clara, ellos llenan los vacíos con sus propias conclusiones. La claridad es, en este contexto, una forma de cuidado”, afirmó la psicóloga Alexandra Sabal, de la Clínica Ricardo Palma. Además, incluso sin hablar del tema, muchos niños muestran señales de que ya están procesando la idea de la muerte. Como señaló Cossi, pueden aparecer cambios en el sueño —les cuesta dormir o se despiertan en la noche—, alteraciones en el apetito, dificultades de concentración o bajas en el rendimiento escolar. También son frecuentes las regresiones, como volver a mojar la cama o mostrarse más dependientes de los adultos. “Todas estas conductas son intentos inconscientes de buscar seguridad frente a la incertidumbre y el dolor”. ¿Esperar a su pregunta o adelantarse al tema? Según Kate Eshleman, conversar sobre la muerte antes de que ocurra una pérdida real puede ser muy beneficioso. Cuando el tema surge de forma natural —por ejemplo, al observar el ciclo vital de una planta que se marchita o el fallecimiento de una mascota de un vecino—, el niño se acerca a la idea sin la carga emocional de un duelo inmediato. Esto permite construir un terreno de confianza y comprensión donde la muerte se integra