María cree que su hija debe acostarse a las 8 p.m. para rendir mejor en el colegio. En cambio, Juan piensa que, mientras la niña termine sus tareas, puede quedarse despierta hasta más tarde. Sin duda, ambos padres aman profundamente a su hija y quieren lo mejor para ella; sin embargo, cuando llega la hora de dormir, la casa se convierte en un campo de debate permanente. ¿Te suena familiar? Lo cierto es que este tipo de situaciones son más comunes de lo que pensamos. Como explicó la psicóloga Aída Arakaki, de Clínica Internacional a Hogar y Familia, educar en pareja sin pensar igual significa que dos adultos responsables comparten metas —cuidar, proteger y guiar—pero tienen formas distintas de entender cómo se logra eso. Uno puede ser más estricto, el otro más flexible; uno se guía por cómo lo criaron, mientras que el otro por lo que ha leído o aprendido en talleres o redes sociales. “En definitiva, esto no es algo malo, de hecho, hay estudios que muestran que más del 70% de los padres reportan tener desacuerdos frecuentes sobre la crianza. Esto es completamente normal, ya que cada padre llega a la tarea de educar con su historia, cultura y hasta sus propias heridas”. Por eso, lo importante no es pensar igual, sino aprender a escucharse y construir un punto medio. Cuando los padres logran conversar sin competir, los hijos aprenden algo invaluable: que es posible tener opiniones distintas sin dejar de respetarse. ¿Por qué pensamos distinto? Pensar distinto dentro de una pareja es algo natural e inevitable. Según Maite Diaz, docente de la carrera de psicología de la Universidad Científica del Sur, cada persona educa desde su biografía emocional. Es decir, la manera en que fuimos criados marca profundamente cómo entendemos hoy el amor, la disciplina o la autonomía. En la mayoría de los casos, el modelo de crianza que cada padre o madre aplica proviene, consciente o inconscientemente, de la crianza que recibió de sus propios padres. Por ejemplo, quien fue educado en un ambiente rígido puede tender a reproducir ese estilo con sus hijos, mientras que alguien que vivió carencias afectivas puede sobreproteger en un intento de reparar su propia historia. Las discrepancias en la crianza no siempre son negativas; el riesgo aparece cuando se vuelven constantes, rígidas o irrespetuosas, pues terminan afectando tanto la dinámica familiar como el bienestar de los hijos. A esta huella de la infancia se suma la personalidad, que también influye en el modo de ejercer la autoridad. Como señaló la psicóloga, rasgos como la impulsividad, la ansiedad o la necesidad de control suelen generar estilos parentales más autoritarios o sobreprotectores, mientras que personalidades más empáticas y seguras tienden a favorecer el diálogo y la negociación. “Estas diferencias no solo son inevitables, sino que incluso pueden ser enriquecedoras, ya que ofrecen a los hijos perspectivas diversas y fomentan la flexibilidad cognitiva”. Por su parte, la doctora Claudia Cortez, directora de la carrera de psicología de la Universidad San Ignacio de Loyola, subrayó que las diferencias y los conflictos son una situación deseable y natural en toda relación, ya que permiten el desarrollo de aptitudes y destrezas en sus miembros, y contribuyen al crecimiento y maduración de la pareja. Por eso, lo realmente importante no es la cantidad de conflictos que surjan, sino cómo se resuelven. ¿Cuándo las diferencias se vuelven dañinas? Las diferencias en la crianza son normales, pero hay un punto en el que dejan de ser enriquecedoras y empiezan a afectar tanto a los hijos como a la relación de pareja. De acuerdo con Susan Alber, psicóloga de Cleveland Clinic, en el caso de los niños, puede aparecer más irritabilidad, regresiones, quejas somáticas o conductas agresivas cuando presencian discusiones intensas o contradicciones constantes entre los padres. Mientras que en la pareja, los indicadores de alerta incluyen ciclos de reproches, indiferencia o situaciones en las que uno busca aliarse con el hijo para tener la razón y “ganar” en la discusión. “Las discusiones cargadas de gritos o sarcasmo generan en los hijos miedo y culpa, además de favorecer problemas como ansiedad y baja autoestima”, aseguró Arakaki. Las diferencias también se tornan dañinas cuando se transforman en dinámicas rígidas: por ejemplo, cuando uno de los padres se impone de manera sistemática y el otro queda relegado, o cuando uno es muy rígido y el otro demasiado permisivo. Como mencionó Maite Diaz, esto no solo deteriora la comunicación en la pareja, generando tensión y resentimiento, sino que también confunde a los hijos, quienes reciben mensajes contradictorios y aprenden a obedecer más por miedo a la autoridad que por respeto. El impacto de estas tensiones va más allá de los desacuerdos puntuales. El estrés crónico derivado de los conflictos constantes por la crianza afecta la intimidad, la comunicación y la capacidad de cooperación entre los miembros de la pareja. Con el tiempo, discutir reiteradamente sobre los mismos temas genera distancia emocional y agotamiento mental. Expresar las diferencias con empatía, usando mensajes en primera persona y evitando discutir frente a los niños, fortalece la relación de pareja y muestra a los hijos cómo resolver conflictos de manera saludable. “Diversas investigaciones sobre dinámica familiar muestran que las parejas que discuten con frecuencia sobre la crianza reportan menor satisfacción conyugal, más síntomas de ansiedad y una comunicación menos empática”, comentó Diaz. Por eso, cuidar la relación de pareja no es un acto egoísta, sino una forma de proteger la salud emocional de toda la familia. Un vínculo estable y respetuoso funciona como marco de seguridad para los niños, quienes aprenden que el amor puede sostenerse incluso en la diferencia. En ese sentido, fortalecer la comunicación, buscar espacios de intimidad y resolver los conflictos con respeto es también una forma de cuidar la crianza. ¿Cómo hablar de las diferencias sin romper la relación? Hablar de las diferencias en la pareja no tiene por qué convertirse en una batalla. La clave está en cómo se expresan esas discrepancias. En lugar de acusar con frases como “tú