¿Alguna vez te has sentido triste o has pasado por un momento difícil, y te has dicho —o alguien te ha dicho— “hay gente que la está pasando peor, no debería sentirme así”? Esa frase, tan común y aparentemente inocente, esconde una forma silenciosa de invalidar lo que sentimos. Nos acostumbramos a comparar el dolor y a medirlo, como si existiera una escala que determinara quién merece sufrir y quién no. Lamentablemente, esto hace que muchas personas crean que su malestar “no se puede comparar con el de los demás”, y por eso terminan callando lo que sienten o sintiéndose culpables por sentirse mal. El problema —advirtió la psicóloga Mary Castro, de Clínica Ricardo Palma a Bienestar— es que restarle importancia a las propias emociones o reprimirlas no es inofensivo: “guardarlas trae consecuencias psicológicas y físicas”. Newsletter Sanar en Espiral Samanta Alva ofrece consejos prácticos y herramientas para tu bienestar, todos los jueves. Recíbelo ¿Cuál es el origen de la auto-invalidación emocional? La tendencia a desestimar el propio dolor o creer que “otros sufren más” tiene raíces profundas, tanto personales como culturales. Según la doctora Claudia Cortez, directora de la carrera de psicología de la Universidad San Ignacio de Loyola, una de las principales causas es el miedo al juicio y a parecer débiles. “Muchas personas, movidas por la autoexigencia o el perfeccionismo, creen que deben ser fuertes todo el tiempo y que mostrar dolor es un signo de fragilidad. Frases comunes como “los hombres no lloran” o “las mujeres podemos con todo” refuerzan esta idea y fomentan la represión emocional”. En algunos casos, las experiencias pasadas de ridiculización o falta de validación cuando se expresaban emociones llevan a desarrollar una “invalidez internalizada”. En otras palabras, la persona aprende a desestimar su propio malestar para evitar ser herida o rechazada nuevamente. Con el tiempo, esto se combina con una baja autoestima y autocrítica, lo que genera la sensación de que su dolor “no cuenta” o “no merece atención”. Por su parte, el psicólogo Rafael Aramburú, de la Clínica Anglo Americana aseguró que esta costumbre de invalidar lo que sentimos se origina en un aprendizaje cultural más extendido. Desde niños escuchamos frases como “no llores” o “no es para tanto”. Aunque no haya una mala intención detrás, esos mensajes nos enseñan que sentir emociones incómodas —como tristeza o miedo— está mal y que no deberíamos sentirnos así. Por eso, es que muchos crecemos creyendo que “sentirse mal está mal”, en lugar de aprender a ser más autocompasivos y comprensivos hacia nuestras propias emociones. “El origen suele estar también en el entorno afectivo de la niñez. Cuando los niños crecen en hogares donde no se valida lo que sienten, donde el malestar se minimiza o existe trauma crónico —como abuso, violencia o negligencia—, desarrollan estrategias de desconexión emocional para poder seguir adelante. Lo que en su momento fue una forma de protección se transforma, en la adultez, en dificultad para reconocer el propio dolor o pedir ayuda. Además, si nadie les enseñó a poner en palabras lo que sentían, llegan a la vida adulta con un vocabulario emocional limitado y con la idea de que lo mejor es callar antes que incomodar”, agregó Chivonna Childs, psicóloga de Cleveland Clinic. Guardamos lo que duele detrás de la productividad, el humor o la calma aparente. Pero el cuerpo y la mente siempre terminan expresando lo que callamos. Desde luego, la culpa juega un papel fundamental en todo esto, pues muchas veces las personas creen que sentirse mal no solo implica ser “débiles”, sino también “ingratos” o “egoístas”. Este pensamiento reforzado por mandatos culturales como “sé fuerte” o “no cargues a los demás con tus problemas”, consolida el hábito de silenciar el sufrimiento. De acuerdo con Aída Arakaki, psicóloga de Clínica Internacional, estas personas suelen ser muy exigentes consigo mismas, empáticas con los demás, pero poco compasivas con su propio sufrimiento, ya que han aprendido a medir su valor por cuánto pueden soportar. Por eso, muchos de los mensajes que se refuerzan sin querer —como “no llores”, “sé fuerte” o “piensa en otra cosa”— enseñan a negar la emoción en lugar de procesarla, cuando en realidad la verdadera fortaleza está en poder mirar lo que sentimos sin miedo. Las formas en que callamos el dolor Quienes están acostumbrados a minimizar su dolor, suelen manifestarse de diferentes maneras. Como mencionó Aramburú, algunos se refugian en la productividad, la racionalidad o la búsqueda constante de logros, mientras otros lo expresan en patrones caóticos o desorganizados. También puede aparecer en gestos aparentemente inofensivos, como usar el humor para esquivar conversaciones difíciles. “Lo cierto es que cada uno hace lo que puede con las herramientas que tiene y con lo que aprendió a lo largo de su vida”. En esta misma línea, Arakaki añadió que a veces las personas suelen expresarse con frases como “no es nada”, “ya pasará” o “hay cosas peores”, manteniendo una apariencia de normalidad y actividad, pero con el tiempo, el cuerpo y las emociones empiezan a manifestar lo que se ha intentado esconder: irritabilidad, desconexión, ansiedad, insomnio o cansancio constante. “Parte del problema radica en que expresar dolor nos resulta más difícil que mostrar enojo o ansiedad. Esto se debe a que el dolor implica vulnerabilidad: aceptar que algo nos hirió o nos entristece profundamente. Sin embargo, muchas personas asocian la vulnerabilidad con debilidad o miedo al rechazo. En cambio, el enojo o la ansiedad son emociones más “aceptadas” socialmente, sobre todo en ciertos roles o géneros. A veces, el enojo actúa como una “capa protectora” del dolor: en lugar de decir “me dolió lo que hiciste”, decimos “estoy molesto contigo”. Y en otros casos, la ansiedad es solo la parte visible de un malestar más profundo que aún no hemos podido nombrar”, sostuvo Childs. Sin duda, otro modo de callar el dolor es comparándolo. Según la doctora Claudia Cortez, la necesidad de medir el sufrimiento ajeno y propio surge de la dificultad para validar una experiencia profundamente subjetiva. Como el dolor no