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Contar con mucha información no es lo mismo que poseer conocimientos de rigor y habilidades para manejar esos saberes. En los últimos años, el aumento de las problemáticas de salud mental y el interés creciente sobre cuestiones psicológicas han traído consigo múltiples consecuencias. Sin duda, la sociedad occidental está más sensibilizada hacia los problemas de salud mental, pero ¿está mejor informada que hace años?, ¿cuenta con más conocimientos?, ¿cómo maneja esa información?

Aunque a la generación baby boomer (los nacidos entre 1946 y 1964) la mayor parte del contenido le llega a través de medios más convencionales de comunicación como la radio, televisión o prensa, una gran parte de la generación X (1965-1980) y posteriores (mileniales y Z) consume información psicológica mediante las redes sociales. Confeccionadas a partir de un algoritmo que premia el contenido rápido, llamativo y sintetizado, son la peor manera de transmitir conocimientos sobre salud mental. Y el tema se vuelve más peligroso cuando quienes transmiten el contenido no son, siquiera, profesionales cualificados. ¿Es una influencer con muchos seguidores pero sin formación específica quien debe informar sobre salud mental? ¿Quién tiene más autoridad en ese medio, una profesional cualificada o una persona altamente influyente? El problema va más allá. También existen profesionales del ámbito de la salud que priorizan el impacto de su divulgación (generar interacciones, que sea entretenida…) por encima de la calidad del contenido. Ninguno de los que nos dedicamos a la divulgación online estamos exentos de las presiones propias de las redes a la hora de divulgar.

Eslóganes del tipo “si te pasa esto, tienes trastorno de déficit de atención (TDA)”, “identifica a un narcisista” o “te relacionas así por tu estilo de apego” reciben miles de likes y son compartidos por cientos de personas jóvenes y adultas. Muchas sienten alivio al ver descrita y nombrada una situación, experiencia o malestar. Sin embargo, ese alivio puede implicar intrínsecamente algunos sesgos.

Por un lado, se produce un fenómeno psicológico llamado el efecto Forer, que consiste en aceptar como propias descripciones vagas y generales sobre el funcionamiento mental y de la conducta y vivirlas como una definición exacta. El contenido sobre etiquetas diagnósticas está plagado de mensajes ambiguos y genéricos, con los que la mayoría podemos identificarnos.

Por otro lado, están los errores de atribución. Los trastornos mentales y, en general, cualquier estado psicológico, son el resultado de la interacción compleja entre factores biológicos, psicológicos y sociales. Las etiquetas diagnósticas son categorías descriptivas, que cumplen funciones clínicas, de investigación o de transmisión de información entre profesionales. Pero, en ningún caso, un diagnóstico explica las causas de una determinada alteración o experiencia de malestar.

La mayor parte de la ciencia psicológica se basa en hallar relaciones estrechas entre variables y no relaciones de causalidad. Sin embargo, es común escuchar en la consulta “esto me pasa porque tengo TDA” o “estoy triste porque tengo depresión”. Los trastornos mentales no son algo que tenemos o que somos, son alteraciones que suceden en nosotros como resultado de esa conjugación de factores biológicos, psicológicos y sociales.

Este matiz lingüístico tiene grandes implicaciones, ya que es a través del lenguaje que dotamos de significado a nuestras experiencias. El sentido que damos a las etiquetas puede disminuir el sentido de agencia frente al propio sufrimiento, promoviendo implícitamente la idea de que si el malestar es algo que poseemos o es el resultado de algo que somos debemos “buscar fuera” la manera de extirparlo. El mercado es plenamente consciente de esta realidad. Miles de perfiles no cualificados (coaches, gurús, asesores emocionales…) compiten entre sí para lograr clientela; España vive un aumento del 15% en el consumo de psicofármacos en los últimos 10 años y cada vez es menos frecuente poder recibir tratamiento psicológico privado por menos de 70 euros la sesión. La situación de precariedad en la atención pública a la salud mental tiene mucho que ver con este contexto. Las necesidades de salud mental de la población están, en gran medida, sometidas a las leyes libres del mercado y existe un interés real y creciente en seguir generando nuevas necesidades para ofrecer nuevas soluciones.

No todo lo que rodea a las etiquetas es negativo, también gracias a ellas podemos hacer visibles muchas realidades que hace años han estado tapadas y, en muchos casos, estigmatizadas. A partir de ellas, logramos cubrir la necesidad de pertenencia a un grupo que atraviesa vivencias similares, de no sentirnos solos o, incluso, creamos comunidad (grupos de apoyo, asociaciones…). Las etiquetas han venido para quedarse. Ahora bien, debemos mantenernos atentos y entrenar una mirada crítica. Existen múltiples matices tras ellas.



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