A partir de una enigmática fotografía de Omarino y Aredomi, dos jóvenes indígenas de inicios del siglo XX, el documental “La memoria de las mariposas” explora los abusos cometidos en la Amazonía durante el auge del caucho, y la forma en que este episodio tiene ecos hasta la actualidad en la misma región. La notable película peruana fue estrenada hace solo unas semanas en la sección Forum del Festival de Cine de Berlín, donde ganó el premio Fipresci, entregado por la crítica internacional. Antes de que continúe su camino por el mundo, conversamos con su directora, Tatiana Fuentes. –¿Cómo te inclinas a abordar este documental desde la experimentación con el material fílmico, que salta claramente a la vista del espectador? Yo estudié artes escénicas, y creo que esa formación a través del cuerpo ha sido una forma muy particular de acercarme al cine. Creo que esta película es una experiencia física, así la hemos pensado. Queríamos que el espectador no solo entienda lo que pasó en esa época, sino que también sienta, vibre, tiemble, imagine, usando todos los sentidos. Por eso pienso que mi experiencia desde el teatro, la performance, el cuerpo, influye mucho en mi tratamiento del cine. Además, siempre me interesó trabajar con la investigación, con la historia, con los archivos. Cuando entras a los archivos, hay muchos espacios vacíos; no son documentos completos, sino fragmentos de algo. Sobre todo las imágenes, la fotografía. Entonces, esas ausencias, esos vacíos, me dan mucho para imaginar. Y con el paso de los años también me di cuenta de que los archivos no son objetivos. Fueron creados por alguien con una intención, o encargados por algún poder con alguna intención. El archivo siempre carga muchas intenciones, muchas miradas. Las que tú puedes colocarle, pero también las que ya vienen cargadas en él. Para mí es muy interesante hacer esos cruces entre lo personal y lo histórico, una historia colectiva mayor y una mirada subjetiva. –Es llamativo cómo en la película se difumina la distinción entre el material de archivo y el registro propio, lo que tú grabas. A ambos materiales les das un tratamiento similar. ¿Por qué? Quizá tiene que ver con un concepto de memoria que he ido construyendo a lo largo del tiempo: yo creo que la memoria no es algo fijo, no está anclada en el pasado. En nuestra experiencia de vida, tenemos muchos momentos en los que existen conexiones con otros tiempos, y los sentimos a través de un pensamiento, una emoción, una intuición. En la película hay algo que nosotras les llamamos “portales”, donde se puede conectar el pasado con el presente. Con esta idea, yo sabía desde un inicio que quería una imagen atemporal. Que no reconocieras entre el pasado y el presente. Por ahí hay gente que nos ha dicho que hemos intentado falsear el presente, pero no es así. No queríamos que el presente parezca pasado, sino que el espectador entre en un viaje de conexiones, y que pueda transitar por distintos tiempos. En la literatura se hace eso mucho. Se conecta la gente del pasado –los muertos– con la gente del presente –los vivos–. Eso le da mucha espectralidad a la película, y siento que la saca de una racionalidad histórica. Porque nunca se buscó que fuera una película que hablara de los hechos del caucho de una forma lineal, histórica, y mucho menos distante. Fotograma de «La memoria de las mariposas». (MITI FILMS) –En eso el sonido también es muy importante… Sí, porque tanto el archivo como el Super 8 con el que filmamos el presente son imágenes mudas. Por eso tuvimos que crear este ambiente sonoro amazónico no desde un punto de vista realista, de sonido directo, sino más espectralmente. Pensamos el sonido de la Amazonía como un territorio vivo, de memoria incontrolable, donde puedes escuchar en la selva –como dice el gran libro de Ino Moxo– los sonidos del pasado y del presente; escuchas la memoria que fue y la que va a venir. Eso fue un gran disparador para imaginar esta espectralidad del sonido. Queríamos sonidos de los elementos, de las fuerzas de la naturaleza, queríamos animales. Y, por ejemplo, pusimos micros acuáticos para grabar delfines, pero sus sonidos los pusimos en el monte. Entonces no buscamos una reconstrucción realista, sino que te llenes de una sensación que te supera. –¿Cómo es que se da este punto de partida con la foto de Omarino y Aredomi? En el 2013 o 2014 se encontró en Iquitos un álbum de fotografías de propaganda que pertenecía a la Casa Arana [del empresario cauchero Julio Arana]. Durante casi 100 años, ese álbum estuvo en algún lugar, pero no se sabía de su existencia. Y cuando apareció, el Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica (CAAAP) realizó una exposición con las fotos. Por ese entonces yo ya tenía interés en los archivos, en cómo un archivo construye discurso y poder, y las intenciones que el archivo carga. Por eso me interesó la exposición. Eran básicamente tomas de los campamentos de caucho de la Casa Arana; obviamente, puestas en escena para la cámara, donde se ve a los indígenas posando con sus ropas “civilizadas”: mujeres con vestidos blancos y largos, hombres con camisa y sombrero. Todo presentado de forma muy bien encuadrada, y sin mostrar nada de los abusos, crímenes y asesinatos que allí ocurrían. Era un álbum que se hizo para ocultar esas atrocidades. Y allí, en medio de esas fotografías, estaba la de Omarino y Aredomi en Londres. Si bien esa foto no fue pagada por la Casa Arana, estaba allí un poco por la misma lógica: dos chicos indígenas vestidos de traje inglés en Londres. Cuando vi esa imagen me quedé impactada por sus miradas. Y lo que fue muy importante es que se conocían sus nombres: Omarino y Aredomi. Para mí eso fue muy sorprendente, porque usualmente se habla de 60 mil o 70 mil víctimas de la época del caucho, pero no se conocen los nombres. Seguramente si