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Han Kang forma parte de una generación de autoras cuya infancia transcurrió en la última década de una dictadura, su adolescencia en el tránsito hacia la democracia y su vida adulta en un período de entresiglos en el que la mujer coreana busca reconstituir sus roles, sometida por siglos por la herencia confuciana. Nació en 1970 en Gwanju, cuya población, tras una gran manifestación en 1980, sufrió una masacre que aún resulta una herida abierta. Si bien Han Kang se había mudado a Seúl con su familia antes de la masacre, este hecho la marcó profundamente, como a toda la sociedad coreana. En su juventud, abrazó los estudios budistas, lo cual, de alguna manera, se mantiene presente en su escritura, sobre todo en la problematización del cuerpo, la mente y su armonía.

Han Kang no es una autora desconocida. Desde sus primeras publicaciones, obtuvo varios premios literarios de gran importancia en Corea, entre ellos el prestigioso Premio Yi Sang en el 2005. Su internacionalización, hay que decirlo, se dio primero en español: en el 2012 la publicó una editorial independiente de Buenos Aires, gracias a la traducción de Sunme Yoon, infatigable difusora de la literatura coreana. Se trataba de “La vegetariana”, novela con la que obtendría, cuatro años después, el Booker Prize. En estos últimos ocho años, su prestigio no ha hecho más que crecer.

Lo íntimo y lo colectivo

Su obra narrativa busca integrar lo íntimo y lo colectivo. Anhela su armonía. Para lograrlo, pone en tensión la intimidad y su expresión sensible, es decir, el cuerpo. Cuerpos vivos, cuerpos muertos. Basta leer sus novelas “Actos humanos” (2014) o “Blanco” (2016), o la reciente en español, “La clase de griego” (2011), o la tan celebrada “La vegetariana” (2007), para entender el proceso de exploración narrativa de Han Kang. En “La vegetariana”, la protagonista decide no comer carne, a propósito de una pesadilla recurrente, y esta decisión supuso una alteración en los roles femeninos en una sociedad coreana competitiva y patriarcal. La decisión sobre su propio cuerpo afecta su relación conyugal, altera a sus padres, a su hermana, a todo a quien la rodee. Esta novela atrajo la atención de la lectoría internacional y propició la traducción de otras autoras, como Cho Nam-joo y su novela “Kim Ji-young”, nacida en 1982; “Conejo maldito” y “Semilla”, de Bora Chung; “El buen hijo”, de la escritora You-Jeong Jeong; y la joven autora Kim Cho-yeop y su fabuloso libro de cuentos “Si no podemos viajar a la velocidad de la luz”.

Hemos podido acercarnos a nuevas traducciones de su obra: “Actos humanos”, una novela coral ambientada en los días de la masacre de Gwangju, nos replantea la muerte, el miedo, la angustia, la solidaridad, todo aquello a lo que se enfrenta el ser humano ante terribles y absurdas amenazas bajo el totalitarismo. O a sus cuentos, como el celebrado “Los frutos de mi mujer”, que forma parte de un género llamado “historias de apartamentos”, en el que una mujer se va transformando en planta, sembrada en una maceta del balcón de su estrecho apartamento, ante la extraña impasividad de su marido. Sin duda, hay mucho por leer de ella y de sus congéneres coreanos, porque el presente otorgamiento del Nobel a Han Kang, a mi parecer, es un premio a la autora, pero también a toda una literatura.



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