El despertador suena muy temprano por la mañana. Te levantas con cierto cansancio, pero “capaz” de preparar el desayuno, responder mensajes, arreglarte y salir de inmediato. En el trabajo cumples con todo —y más—al pie de la letra. Cada vez que te preguntan “¿cómo estás?”, respondes automáticamente con un “bien” y una sonrisa capaz de engañar a cualquiera. Por la noche, después de tachar una larga lista de pendientes, lo que sientes no es satisfacción, sino un vacío difícil de explicar.
A simple vista, nada parece estar mal. Tienes energía, responsabilidades y metas que alcanzar; sin embargo, hay algo en ti que se ha ido apagado en silencio: la ilusión, el entusiasmo y las ganas de disfrutar. Por lo general, así suele manifestarse la depresión funcional: un malestar invisible que convive con la aparente normalidad del día a día y que, a su vez, rompe con la imagen clásica que muchos tienen en mente sobre la depresión: llanto, tristeza y una inestabilidad emocional evidente.
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¿Qué es realmente la depresión funcional?
La depresión funcional, también conocida como depresión de alto funcionamiento, según destacó Ruth Kristal, psicóloga de SANNA Clínica San Borja a Bienestar, es una forma de depresión que pasa fácilmente desapercibida porque quienes la padecen mantienen su rutina y responsabilidades sin mostrar señales evidentes de malestar, lo que la vuelve “más adaptativa”.
El término fue propuesto por los psiquiatras Paul Kielholz (1960) y D. Beck (1962). “Kielholz lo acuñó para describir un tipo de depresión que aparece en personas que, a pesar de mantener su desempeño habitual —trabajo, estudios o vida familiar—, experimentan un profundo malestar emocional, sensación de vacío y agotamiento psicológico. Beck complementó la definición señalando que esta forma de depresión suele manifestarse en individuos muy exigentes, perfeccionistas o compulsivos, como consecuencia de tensiones emocionales prolongadas o estrés crónico”, explicó Luis Echavarría, neuropsicólogo y docente de la carrera de Psicología de la Universidad San Ignacio de Loyola.
A diferencia de la depresión mayor clásica, en la depresión funcional los síntomas no impiden el funcionamiento externo, pero sí deterioran el bienestar interno. La persona “sigue cumpliendo con todo”, pero sin energía emocional ni disfrute; vive en modo automático, con un desgaste silencioso y profundo. En esencia, es una depresión que se camufla bajo la apariencia de normalidad.
Asimismo, como mencionó la psicóloga Dawn Potter, de Cleveland Clinic, este es un término coloquial, no una categoría diagnóstica reconocida en el DSM-5 (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales). No obstante, sus síntomas son igual de válidos y requieren atención profesional, ya que el hecho de “seguir funcionando” no significa estar bien.
“Puede ser tan grave como cualquier otra forma de depresión. Puede comenzar con un malestar leve, pero si no se trata, tiende a agravarse y volverse crónico, afectando el funcionamiento cognitivo, la calidad de vida e incluso derivando en ideación suicida. Por eso, no debemos olvidar que silencioso no significa inofensivo: la depresión funcional puede ser profundamente destructiva si se invisibiliza o se normaliza el sufrimiento”, señaló Aída Arakaki, psicóloga de Clínica Internacional.

Detrás de la exigencia constante y del deseo de hacerlo todo bien, se esconde un agotamiento mental profundo.
¿Cómo reconocer la depresión funcional cuando todo parece estar bien?
Reconocerla puede ser un verdadero desafío, precisamente poque, a diferencia de otras formas de depresión, quien la padece mantiene su vida aparentemente bajo control: conserva su desempeño laboral o académico, cumple con sus obligaciones familiares y mantiene cierta organización en su día a día.
Sin embargo, como recalcó Arakaki, detrás de esa aparente estabilidad hay un profundo vacío emocional. Pueden sentirse tristes sin razón aparente, experimentar irritabilidad o cansancio crónico, y aunque tengan “todo en orden”, sienten que nada les genera verdadero disfrute. Suelen ser personas perfeccionistas, autoexigentes y con dificultad para relajarse, lo que aumenta su vulnerabilidad al desgaste emocional.
“Tienden a ser inseguros, presentan niveles moderados de ansiedad, y se preocupan excesivamente por asuntos menores o fácilmente solucionables. Además, suelen visualizar el futuro como algo amenazante y negativo, culparse por los fracasos, y tener dificultad para tomar decisiones simples. Aunque pierden el interés en las cosas que antes disfrutaban, continúan haciéndolas por inercia o compromiso. También pueden mostrar una atención reducida y cierta dependencia emocional hacia los demás”, añadió Liseth Paulett, decana de la carrera de psicología de la Universidad Científica del Sur.
Por su parte, la psicóloga Antonella Galli, de Clínica Ricardo Palma, aseguró que entre las señales más comunes —y que suelen pasar desapercibidas tanto para el entorno como para la propia persona— están la anhedonia (falta de disfrute), los cambios en el sueño o el apetito, y las quejas físicas recurrentes como dolores de cabeza, malestar estomacal o tensión corporal. Igualmente, tienden a presentar aislamiento selectivo (cumplen con lo necesario, pero se retraen fuera de sus obligaciones), baja autoestima, autocrítica constante y, en algunos casos, un aumento en el consumo de alcohol o sustancias como forma de automedicación.
A pesar de todo esto, muchas personas logran proyectar una imagen de fortaleza o normalidad. Como indicó la psicóloga de Clínica Internacional, esto ocurre porque se mantienen ocupadas para no sentir. Llenar la agenda de tareas, obligaciones o metas funciona como un mecanismo de defensa frente al malestar. Otros mecanismos comunes son:
- Centrarse en las responsabilidades económicas, familiares o sociales, que las obliga a seguir adelante.
- Negar lo que sienten, interpretando su estado como un simple estrés pasajero.
- Aferrarse a la estructura y la rutina, organizando listas o actividades que evitan el contacto con el vacío emocional.
“Aunque estos recursos permiten funcionar a corto plazo, consumen gran cantidad de energía mental y emocional, provocando una fatiga acumulativa que puede empeorar el cuadro”, advirtió Aída Arakaki.
Por eso, es importante aprender a distinguir entre el cansancio emocional propio del estrés diario y una depresión funcional. Entre las diferencias clave están:
- Duración: El estrés pasajero mejora en semanas con descanso; la depresión funcional suele persistir por meses.
- Grado de malestar: La depresión incluye pérdida sostenida de interés, pérdida de disfrute por actividades que antes le gustaba y pensamientos negativos todo el tiempo.
- Impacto cognitivo: Aparecen problemas de concentración y memoria.
- Ciclo de recuperación: En el estrés hay mejoría tras la desconexión, mientras que la depresión no desaparece con ello.

La depresión funcional no solo afecta el ánimo: altera el sueño, la concentración y la energía. El cuerpo empieza a manifestar lo que la mente intenta ocultar.
¿Qué factores hacen que pase desapercibida?
Según Liseth Paulett, muchas personas que la padecen tienden a resistirse a pedir ayuda o incluso a negar lo que les ocurre por miedo al juicio social. “Temen ser vistas como débiles o perder aceptación, su empleo o sus vínculos afectivos. A esto se suma la desinformación en redes sociales, que trivializa o distorsiona los síntomas, y la idea errónea de que mientras alguien siga cumpliendo con sus responsabilidades, “todo está bien”.
De acuerdo con la psicóloga Aída Arakaki, existen varios factores personales, como tener antecedentes familiares de depresión o ansiedad, ser muy perfeccionista o con una baja tolerancia al error que aumentan el riesgo. Además, las experiencias dolorosas o traumáticas pueden dejar una huella emocional que hace a la persona más vulnerable.
El entorno actual tampoco ayuda, pues vivimos en una época de altas exigencias laborales, poco descanso y una cultura que premia el rendimiento constante. En ese contexto, detenerse se percibe como un fracaso. Si a eso se suma poco apoyo social o económico, o un rol de cuidado —como padres, madres o cuidadores—, el desgaste se acumula hasta que la persona comienza a funcionar en “modo automático”.
“La llamada cultura del rendimiento es uno de los mayores obstáculos para reconocer el propio malestar. Nuestra sociedad valora la productividad y la fortaleza aparente, lo que invisibiliza el sufrimiento emocional. Se confunde la fuerza con la negación del dolor, y se asocia el pedir ayuda con debilidad, cuando en realidad hacerlo es un acto de madurez emocional. Así, muchos mantienen una fachada de éxito mientras por dentro se sienten agotadas, tristes o vacías”, sostuvo Echevarría.
Otro factor clave es la hiperconexión digital. Como detalló Ruth Kristal, en estos espacios se tiende a proyectar una imagen idealizada de felicidad, éxito o bienestar, y quienes se sienten lejos de ese ideal pueden deprimirse al compararse. Para compensar, intentan mostrar que están bien, esforzándose por parecer felices y realizados, mientras por dentro viven una profunda insatisfacción. “Esa brecha entre lo que se muestra y lo que se siente genera aún más sufrimiento y refuerza la necesidad de aparentar”.
Asimismo, la forma en que la depresión funcional se manifiesta puede variar entre hombres y mujeres. Los hombres tienden a expresar su malestar con irritabilidad, aislamiento o consumo de sustancias, y suelen buscar menos ayuda debido a las normas de masculinidad que asocian la tristeza con debilidad. En las mujeres, en cambio, la sobrecarga de responsabilidades laborales y domésticas fomenta la multitarea emocional, lo que las lleva a minimizar su propio bienestar y posponer el autocuidado.
Las consecuencias de seguir funcionando sin sentir
Cumplir con todo, pero sin realmente sentir, afecta más de lo que podemos imaginar. Según Arakaki, esta forma de depresión no solo afecta el estado de ánimo, sino también distintas áreas de la vida cotidiana, aunque muchas veces de manera silenciosa.
Por ejemplo, la concentración se ve comprometida, pues la mente está más dispersa, cuesta mantener la atención y las tareas diarias se vuelven más lentas o pesadas. A esto se suma una disminución en la motivación y la productividad, ya que la persona continúa cumpliendo con sus responsabilidades, pero cada cosa demanda más esfuerzo, cuesta más “arrancar” y se pierde parte de la creatividad que antes fluía con naturalidad.
En el plano relacional, quien atraviesa por este tipo de depresión puede mostrarse más irritable, distante o emocionalmente desconectado, lo que deteriora los vínculos con la pareja, la familia o los amigos. Con el tiempo, vivir en este modo automático genera una sensación profunda de vacío y desconexión personal.

Recuperar el bienestar implica reconectar con uno mismo: descansar, pedir ayuda y practicar la autocompasión. No es debilidad, es valentía reconocer que algo no está bien.
Arakaki comparó este proceso con ir acumulando “pequeñas deudas emocionales”: “se pueden ignorar por un tiempo, pero llega un punto en que el cuerpo o la mente dicen basta. Es entonces cuando el costo de seguir funcionando sin atender lo que se siente se hace evidente”.
¿Cómo detectarlo y acompañarlo?
A veces los cambios son muy sutiles: la persona se muestra más cansada, menos interesada en lo que antes disfrutaba, duerme mal, se irrita con facilidad o se aísla un poco. Si notamos algo así, lo ideal es acercarse con respeto y sin juzgar:
- Abrir el espacio: “He notado que estás más cansado/a, ¿quieres hablar?”
- Escuchar activamente.
- Validar sentimientos (“Tiene sentido que te sientas así”).
- Ofrecer ayuda concreta (acompañar a una cita p ayudar con tareas).
- Evitar minimizaciones (“no es para tanto”) o comparaciones.
- Si hay riesgo de autolesión, buscar ayuda profesional urgente.
“Usualmente, las personas piden ayudan cuando la mente ya no puede más o el cuerpo empieza a manifestarlo con dolores o fatiga. Puede ser después de una crisis fuerte, un problema de salud, una ruptura o simplemente el momento en que se dan cuenta de que todo les cuesta demasiado. A veces es un familiar o un amigo quien da el primer paso y les dice que esto no es solo cansancio”, agregó la experta de Clínica Internacional.
¿Cómo salir del modo automático?
Desde el trabajo terapéutico, el abordaje de la depresión funcional combina distintas estrategias según las necesidades de cada persona.
- Terapia Cognitivo-Conductual: Permite identificar y modificar los pensamientos automáticos negativos que alimentan el malestar.
- Activación Conductual: Busca reintroducir actividades que generen placer o sentido, ayudando a reconectar con lo que da motivación y propósito.
- Terapia Interpersonal: Se centra en los conflictos o roles que pueden estar afectando el equilibrio emocional.
En los casos más severos, puede ser necesario un tratamiento combinado con medicación, siempre bajo la evaluación de un psiquiatra. Según la especialista Dawn Potter, los antidepresivos pueden ser una opción eficaz, y en cuadros resistentes, se puede recurrir a técnicas de estimulación cerebral, como la estimulación magnética transcraneal (TMS) o la terapia electroconvulsiva (ECT). Además, los enfoques basados en mindfulness han demostrado ser útiles para prevenir recaídas y favorecer un mayor bienestar emocional.
Asimismo, los especialistas coincidieron en un punto clave para salir del “modo automático”: el cambio no radica en “hacer más cosas”, sino en “ser más consciente”. Esto implica reconectar con la intención, cuidar el cuerpo y cultivar una mirada profundamente compasiva hacia uno mismo
1. Recuperar el contacto con el cuerpo y los sentidos
- El ejercicio físico es, por excelencia, una de las mejores maneras de llenarse de energía y favorecer tanto el funcionamiento físico como el mental.
- Dormir bien, mantener horarios regulares y hacer pausas reales durante el día ayuda a equilibrar el ritmo interno.
- Cuidar la alimentación es un pilar para que el cuerpo no viva en modo supervivencia.
2. Crear una rutina más consciente y equilibrada
- Dedicarse a actividades que generen placer o significado, aunque sean pequeñas: leer, cocinar, escuchar música o pasear.
- Mantener vínculos activos, conversar con amigos y compartir tiempo con otros refuerza la sensación de conexión.
- Reducir el uso de pantallas, especialmente antes de dormir, ayuda a calmar la mente.
- Incorporar ejercicios de respiración o mindfulness unos minutos al día permite bajar el ritmo mental y reconectarse con el presente.
3. Cuidar la red emocional y saber cuándo pedir ayuda
- Contar con una red de soporte es fundamental: hablar de lo que sentimos con personas de confianza alivia y da perspectiva.
- Aprender a poner límites y pedir ayuda cuando el malestar persiste más de dos semanas es clave para evitar que se transforme en una depresión funcional.
4. Practicar la autocompasión
- Dejar de medir el propio valor por la productividad o por “todo lo que hacemos bien”.
- Hablarse con amabilidad cuando las cosas no salen como esperamos, darnos permiso para descansar y reconocer que el autocuidado no es egoísmo.
- Celebrar los logros pequeños y cuestionar el diálogo interno negativo.
Finalmente, como nos recuerda la psicóloga Aída Arakaki, “el vacío es una señal de que algo dentro pide atención y eso ya es suficiente motivo para buscar ayuda. No se trata de ser débil ni de exagerar: pedir ayuda es un acto de valentía. Nadie tiene que cargar solo con ese gran peso”.
 
								

 
                             
															


