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Es una de las películas peruanas imperdibles del Festival de Cine de Lima. Acaso la mejor de la temporada, y una de las más atractivas producciones nacionales de los últimos años. El documental “Vino la noche”, ópera prima de Paolo Tizón, es un registro crudo y cercano del entrenamiento de un grupo de jóvenes en la Fuerza Aérea del Perú.
La experimentación formal de su oscuridad y del ruido acechante de las arengas marciales convive con un lado más humano y cálido de estos muchachos que, detrás del rigor militar, van revelándose como presencias vulnerables y heridas. Tizón se introduce en ese particular colectivo y sale airoso de caer en un maniqueísmo facilista: ni denuncia ni ensalza a la institución militar, pero sí dignifica a los individuos que la sostienen desde sus cimientos.
Tras pasar por festivales como el de Karlovy Vary –donde ganó el Premio Especial del Jurado y el Premio FIPRESCI a la Mejor Película– o el Festival de Málaga –Premio a la Mejor Dirección–, “Vino la noche” tiene su estreno local como parte de la competencia documental del Festival de Lima. Los comentarios auspiciosos que ha recibido por parte de la crítica son más que justificados.
–Pregunta de rigor: ¿cómo tuviste acceso a estos espacios normalmente tan restringidos?
Tuvimos que presentar el proyecto siguiendo el protocolo regular: explicar lo que queríamos hacer, transmitir la idea de que no era una película de denuncia ni que iba a saltarse las restricciones de seguridad al momento de filmar. Hubo muchas cosas que nos dijeron, de plano, que no se filmarían. Y nosotros hemos tenido que trabajar con esas restricciones. Fue un tiempo largo de conversar, de hacer papeleo, y finalmente la institución lo entendió y vio que no tratábamos de sacarle la vuelta a las condiciones que nos daban. Otra cosa que ayudó, y que es también la razón por la que yo hago esta película, es porque el mundo militar está en mi familia, a través de mi padre. Él ahora está en situación de retiro, pero hizo el mismo curso de operaciones especiales. Por eso yo he estado muy cerca al mundo militar desde pequeño. Así que ese lazo con la institución ayudó de cierta forma, pero al mismo tiempo hubo cuestiones burocráticas y administrativas que debimos seguir. Y hemos tenido que responder a esa confianza.
–¿Alguna vez te interesó seguir la carrera militar?
Bueno, yo ahora tengo 30 años, pero a lo largo de mi vida ha habido muchas formas de ver estas instituciones. Quizá cuando uno es pequeño, en un primer momento, hay una seducción por la imagen alrededor de lo militar. Pero luego uno va complejizando su propia mirada sobre estas instituciones, que pueden llegar a ser problemáticas en nuestro país y en general en el contexto latinoamericano. Algo sobre el deporte, sobre el dedicar el cuerpo al deporte, me parece muy interesante. Conecto con ese lado. Pero ser militar no es ser deportista, es muy distinto. Y cuando entra la parte más violenta, a mí me tira para atrás. Mi padre también estuvo interesado en mostrarme ese mundo, pero a la vez me mantuvo alejado. Había algo de su trabajo que él no quería para mí, porque lo conocía por dentro. Entonces nunca hubo una presión o una motivación muy fuerte. Tuve bastante libertad para elegir lo que quería hacer. Y bueno, elegí el cine. Él tiene que lidiar con eso ahora [risas].

–Pero el cine y la vida militar ¿realmente están en las antípodas? ¿O algún en común pueden tener?
Hay un artículo del antropólogo David Graeber que a mí me parece fascinante. Él estudia el servicio militar estadounidense, específicamente unas tropas van a hacer unos servicios de odontología a Hawái, un territorio que tiene una relación tensa con las fuerzas militares estadounidenses. Y a pesar de que Graeber tiene desde el saque una postura antimilitarista muy fuerte, él encuentra que los soldados de las esferas más bajas tenían un sentido del servicio muy profundo. Él hace un ejercicio de empatía con las personas, no con la institución, y detecta que el ejército era una de las pocas vías que encontraban estas personas para ejercer ese servicio. Que no solo estaban allí por el dinero. Y yo creo que hay algo en la práctica artística que también va más allá del dinero, más allá del lucro, con otro tipo de valores que se ponen en juego. Porque hacer una película también es hacer un regalo. Uno no se hace rico con esto. Hay un sentido de vocación muy fuerte para hacer arte, sobre todo en el Perú. Y allí puede haber un punto de encuentro… Aunque también hay puntos de desencuentro: el arte es muy crítico con las instituciones oficiales, por ejemplo, y está muy bien que así lo sea. Sobre todo en un país como el Perú, donde hay una tensión constante entre la población civil y las fuerzas armadas, el arte también tiene el rol de criticar y estar muy atento. Yo no quería hacer una película de denuncia, pero eso no quiere decir que las películas de ese tipo no tengan un lugar en la cinematografía peruana. Me parece que las películas de denuncia completan el panorama cinematográfico.
–Me queda claro que “Vino la noche” no busca satanizar ni romantizar a la institución militar, ¿pero hubo algún pre-juicio que haya cambiado en ti luego de la película?
Tal vez no sabía lo dura y lo violenta que puede llegar a ser. Siempre lo había escuchado, pero no lo había visto de primera mano…
–¿Pudiste sentir esa dureza y aspereza en carne propia en algún momento del rodaje?
Claro, te dan náuseas en el cuerpo. Hubo un momento en el que casi abandonamos el proyecto. Era muy duro lo que estaba pasando frente a nuestros ojos, no estábamos preparados para eso. Es decir, a pesar de que sabíamos a dónde íbamos, verlo y vivirlo es una experiencia que te da el cuerpo mismo.
–Imagino que fueron un equipo muy reducido. ¿Cuántas personas grabaron la película?
En el equipo nuclear éramos tres. En algún momento más complicado, fuimos cinco; pero en otros momentos estaba yo solo. Y así logré grabar escenas que han quedado en el corte final. Es una ventaja trabajar en un equipo muy pequeño porque se logra la intimidad que puedes ver en la película. Y al mismo tiempo nos permitió mudarnos dentro del cuartel. Dormir con ellos a 5 metros de distancia te da una cercanía con los personajes que no se puede lograr con un equipo de 15 personas, con luces, con un asistente para el asistente del asistente. Esa configuración de cine no sirve para este tipo de película.
–¿Con qué equipos grababas cuando estabas solo, por ejemplo?
Con una cámara pequeña y un micrófono al lado. Y rezaba para que no corriese un viento que arruinara el sonido. Era la cámara que teníamos, una de 500 dólares, muy portátil. Porque comenzamos a grabar sin dinero. El dinero entra recién a mitad del proceso. Y había una urgencia por grabar, así que la empecé con lo poco que tuve a la mano. Una cámara de foto fija, que graba en full HD, ni siquiera en 4K. Para mí fue una confirmación de que la obsesión por la tecnología y por la última cámara no sirve de nada. Es una distracción.

Documental «Vino la noche», dirigido por Paolo Tizón.
–Durante toda la película es difícil individualizar a los personajes. Están vestidos igual, rapados, no se les llama por sus nombres, y tienen números asignados. ¿Fue una desventaja eso, o lo usaste a tu favor?
Sí, para mí esa es parte de la propuesta de la película. Los personajes aparecen y desaparecen, se los va comiendo el colectivo, el grupo. Y yo intenté usar esa especie de deshumanización que se genera en este curso. Esto no es una infidencia, es algo de manual: el hecho de raparlos, de no llamarlos por su nombre sino por un número, o los cantos que dicen “somos como un puño”. Por eso la película oscila entre la individualidad de conocer pequeños detalles de las personas –como la madre, el padre o la novia de alguno de los chicos– y luego perder a esta persona, que se suma al colectivo donde solo hay sombras y es como una masa. Jugamos mucho con ese discurso y estos de deshumanización, y los usamos también conceptualmente en la película.
–Son chicos muy vulnerables, ¿no? En contraste con la dureza del entrenamiento.
Sí, son muy jóvenes también, algunos de 18, 20 años. Hay una fragilidad, una herida muy grande dentro. Y aunque no en todos los casos, a veces hay una compensación en estos cursos, algo que cubre una carencia material, afectiva o de identidad. Hay muchas razones. La figura paterna es un punto de conflicto frecuente, por ejemplo. Además, usualmente vienen de contextos sociales y económicos muy difíciles. Tienen razones materiales para inscribirse allí. Uno de ellos me contaba que sus opciones eran robar motos o unirse a la fuerza aérea. Eso me solidariza con ellos.
–No quiero entrar al tema de los pliegues entre la ficción y el documental, pero quería preguntarte por cómo evitaste que algunos de ellos “actuaran” frente a la cámara, teniéndola tan cerca. O hasta qué punto crees que sí actuaron, que no se mostraron tal como son en realidad.
Eso se trabaja con el tiempo. Nosotros estuvimos allí a lo largo de un año, entrando y saliendo. Era un ambiente en el que ellos están casi en una cuarentena, pues tienen muy poco contacto con el mundo exterior. Entonces en un punto ya nos conocían, y nosotros éramos una especie de liberación o de distracción. Mandaban saludos a los padres o a las novias a través de la cámara, y luego yo tenía que pasárselos a los familiares. Nosotros éramos una especie de conexión con el exterior. Al principio, claro, yo era como “el hijo del jefe”. Y además, el registro que tenía de ellos era casi publicitario: “Qué divertido es estar en la fuerza aérea”, “esta institución es lo mejor”. Eso quizá está bien para hacer un comercial, pero no sirve para hacer una película. Así que fue cuestión de ir labrando poco a poco. Cuando se acababa el discurso prefabricado, seguíamos filmando; y al seguir filmando, ellos hasta terminaban olvidándose que estábamos filmando. A veces yo también sembraba pequeñas preguntas, pero la conversación era muy orgánica. Pienso que tal vez había un registro medio telenovelesco, porque muchos de ellos asociaban la cámara a la televisión, a una cosa melodramática. Pero la cuestión era seguir filmando y seguir filmando. E incluso corregir: “No digas esto, quiero que digas esto otro” o “no me lo digas a mí, quiero que se lo digas a él”. En otras ocasiones les daba instrucciones directas: “Esto que dijiste sobre la fuerza aérea no me interesa. Quiero que hables de tu padre”. En un momento vi a uno de ellos teniendo una llamada tensa días antes, y le pedí que le contara a su compañero qué estaba pasando. Entonces ellos conversaban mientras se rapaban la cabeza. Era un poco una mezcla de insistencia y de instrucciones directas que ellos entendieron súper bien.
–¿Desarrollaste con ellos un vínculo emocional o lo evitaste? ¿Han mantenido contacto luego de la filmación?
Sí, nos volvimos amigos, nos juntábamos a jugar fútbol después de la película. Se creó un vínculo muy fuerte. Luego ellos se han dispersado por todo el perú, así que es difícil mantener el contacto. Casi todos han entrado a combate en el VRAEM, y eso también los va moldeando porque ya no solo se trata de entrenamiento o el simulacro del conflicto. Es el conflicto real. Eso los vuelve un poco más cerrados también, y por eso entiendo cuando quieren contar mucho sobre lo que han visto o vivido. Pero sí, cuando converso con ellos siento que algo ha cambiado, que algo se ha transformado. Creo que es algo del entusiasmo. Había una inocencia en esos soldados que tal vez ya se ha perdido, que sí estaba cuando yo convivía con ellos. Yo, por mi parte, me fui al extranjero mucho tiempo, pero los he mantenido al tanto de la película. Igual, recién nos vamos a ver ahora en el estreno en el festival. Para mí va a ser un ejercicio interesantísimo observar cómo se ven a ellos mismos, si se reconocen, qué piensan de lo que decían o hacían en ese momento. Porque sí, se generaron vínculos muy fuertes. Dejar fluir esa afectividad es necesario para hacer una película. La distancia objetiva no funciona para mí.
Documental «Vino la noche», dirigido por Paolo Tizón.
–Es una película con una propuesta estética muy especial. ¿Trabajaste con referencias visuales particulares en relación a la cercanía de los personajes y la cámara, o en torno a la oscuridad, por ejemplo?
Sobre el tema de la oscuridad, hay una película argentina que a mi me gusta mucho, “La familia chechena”, de Martín Solá. Es una película en la que lo que está ocurriendo frente a la cámara es imposible de controlar. Hay un juego con el movimiento y con las sombras muy interesante. Yo lo contacté, ahora somos amigos, y él terminó montando la película conmigo. Luego también encontré mucho del cine ruso que a él le gusta. Exploramos, aunque es muy distinta, “Iván, el terrible” de Eisenstein. Tiene una cosa con las sombras en el suelo que hace eco en nuestras dos películas, la de Martín y la mía. Aleksandr Sokurov hace en 1995 “Spiritual Voices”, que sigue al ejército ruso en pleno combate. Allí ves a chicos muy jóvenes, muertos de miedo en el avión. Y Sokurov lo registra con una puesta muy poética, donde las limitaciones de luz no importan, se vuelven parte del lenguaje. Otra referencia quizá sería Roberto Minervini, director italiano que trabaja en Estados Unidos, que logra una intimidad y una cercanía impresionantes con sujetos que no son actores. Él hace por ejemplo una película sobre el despertar sexual de una niña en una comunidad muy religiosa y conservadora en Texas. Se mete a la llaga, al núcleo, pasando mucho tiempo con la gente. A veces pasa tiempo sin siquiera filmar, pero eso también es parte del trabajo. Y por último te podría mencionar tal vez a Claire Denis con “Beau travail”, una película mucho más estética, pero en la que también hay algo del cuerpo militar masculino, desde un lado más sensual y erótico. Diría que esas son las anclas que he tenido para la película.
–El sonido es también impactante. ¿Lo trabajaste mucho?
Sí, se trabajó muchísimo en posproducción. El sonido es algo que la gente se lleva mucho luego de ver la película. Por el inicio, o por las escenas en las que la imagen ya no importa y el sonido es lo clave. Además, hemos trabajado la presencia de los instructores, de los jefes, como una presencia casi solo sonora. Son como satélites que van dando vueltas, son voces. Por allí se ven trozos de cuerpo, una mano, una bota. Esa fue una decisión de trabajo sonoro, porque queríamos enfocarnos y tomar parte por los alumnos del curso, y no por el lado de los instructores. El sonido también nos ayuda a representar la parte más dura y violenta del curso, que para mí tiene algo de horror. Representar el horror a través de las imágenes es muy difícil, porque hay una cosa muy morbosa, muy insistente. Lo vemos con las imágenes del genocidio en Gaza. Pero el sonido tiene otra forma de trabajo, es más etéreo. Al sonido no puedes congelarlo y analizarlo como una imagen. El sonido entra y se va, y por eso creo que puede representar lo irrepresentable.
–Me decías al inicio que hubo cosas que no les permitieron filmar. ¿Cuáles eran? Y, por otro lado, ¿qué cosas elegiste tú no mostrar?
No nos autorizaron grabar algunos tipos de entrenamiento que son más duros de los que aparecen en pantalla. Tampoco algunas cuestiones más estratégicas, como aeronaves o ciertas zonas de la base que no se pueden mostrar, y otras cosas que ni siquiera puedo mencionar. ¿Qué decidimos no mostrar? Bueno, en principio la mayor parte, porque filmamos 250 horas para una película de 1 hora y media. Pero el criterio principal era no incomodar a los alumnos. Porque la intimidad está bien, pero había cosas que podían ser una transgresión de la privacidad en algunos momentos. Hablaban mucho de su vida personal y eso podía acarrear problemas reales. Nosotros queríamos cuidar a las personas, cuidar cómo eran representadas, y en algunos casos tomar en cuenta cómo ellos querían ser mostrados. Por ejemplo, en un corte anterior del documental se mostraba a uno de ellos haciendo una de las pruebas y fallando. Y para él era muy delicado que lo mostremos fallando la prueba. Porque lo iban a molestar con que había fallado, iba a quedar grabado, y mucha gente lo iba a ver fracasando. Hay un tema con el fracaso, con ser invencible, que es muy fuerte en muchos de ellos. Al final terminamos sacando esa escena por otras razones, pero también tomando en cuenta lo que nos dijo.
Además…
- “Vino la noche” se proyectará este viernes 8 de agosto, a las 9:40 p.m., en el Teatro NOS PUCP (Av. Camino Real 1037, San Isidro), y el lunes 11 de agosto, a las 9:40 p.m., en la Sala Azul del CCPUCP (Av. Camino Real 1075, San Isidro). Las entradas puedes comprarse en Festivaldelima.com.