Uno de los compromisos más importantes que asume un médico con sus pacientes no se ve en el consultorio ni en el quirófano, sino en la disposición constante a seguir aprendiendo. En un entorno donde la ciencia médica avanza cada día, con nuevas técnicas, tecnologías y enfoques terapéuticos, la formación continua se vuelve una extensión natural y ética del acto médico.
El conocimiento clínico se transforma rápidamente. Lo que era un estándar hace una década puede estar hoy obsoleto. Por ello, mantenerse actualizado no es solo una herramienta para tomar mejores decisiones, sino una manera tangible de honrar la confianza que los pacientes depositan en nosotros. Esta búsqueda permanente de mejora se traduce en atención más segura, diagnósticos más precisos y tratamientos más personalizados.
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Lo he comprobado en mi práctica diaria y en el trabajo conjunto con equipos especializados en áreas como cirugía laparoscópica, neurocirugía, urología oncológica, ginecología oncológica, medicina del dolor, hematología y oncología pediátrica, por mencionar algunas de nuestras especialidades y subespecialidades en nuestra clínica. La actualización del equipo impacta directamente en los resultados clínicos y, lo que es igual de importante, en la experiencia humana del paciente.

La formación médica continua fortalece tanto las competencias técnicas como la empatía con el paciente.
Sin embargo, acceder a formación médica continua de calidad en países como el nuestro representa un desafío real. Uno de los principales obstáculos es el tiempo: la sobrecarga asistencial y administrativa suele dejar poco margen para el estudio y la reflexión. A ello se suma una avalancha de información científica que no siempre es confiable o aplicable, y un ecosistema académico que, en muchos casos, carece de los estándares necesarios. La proliferación de facultades de medicina que no aportan calidad formativa es un ejemplo de cómo el país necesita una mirada más rigurosa y estratégica sobre cómo se está preparando a sus futuros médicos.
En ese sentido, urge una mayor participación de las instituciones de salud, que conocen de cerca las brechas reales, en las decisiones sobre formación profesional. Necesitamos líderes en gestión de servicios de salud que comprendan que esta disciplina requiere habilidades distintas a las clínicas, y que promuevan alianzas con centros de excelencia en el extranjero. En mi caso, he optado por continuar formándome en inteligencia artificial y ciencia de datos en la Universidad de Chicago, porque estoy convencido de que el presente y futuro de la medicina también pasa por la capacidad de usar y analizar la información de manera sistemática, al servicio del paciente.
El liderazgo clínico juega un rol fundamental en esta transformación. No se trata solo de predicar con el ejemplo, sino de crear entornos seguros donde el aprendizaje sea posible. Espacios de análisis interdisciplinario, programas internos de educación médica continua, acceso a bibliografía internacional y mentoría entre profesionales son algunas estrategias que hemos aplicado con resultados concretos, tanto en la mejora de las competencias como en el fortalecimiento del compromiso con la práctica médica.
Finalmente, es importante recordar que la formación continua no solo perfecciona habilidades técnicas. También nos hace mejores en lo humano. La empatía, la capacidad de escuchar y de tomar decisiones éticas se cultivan a lo largo del tiempo. Estar abiertos a aprender es también estar abiertos a comprender mejor a quienes confían en nosotros en momentos de vulnerabilidad.
Aprender no es una etapa que termina con un diploma, es una actitud permanente. Y en medicina, esa actitud es también una forma de cuidado.