Álex Fischman encontró en el cine un refugio y, al mismo tiempo, una brújula. Sus historias no son simples relatos: son cicatrices y emociones contenidas. En “Ovejas y lobos”, su cortometraje más premiado, se han entrelazado lo personal y lo colectivo. Inspirado en testimonios reales de familiares de desaparecidos, este corto nació como un reflejo profundo de la propia historia emocional del realizador.
“Un día, en el Lugar de la Memoria, escuché testimonios devastadores. Empecé a investigar, entrevisté a familiares de desaparecidos y entendí que no saber es más desgarrador que conocer la verdad”, confiesa Fischman.
Fue entonces cuando comenzó a escribir. El guion tomó forma a lo largo de varios años, moldeado por la pandemia y por los propios cambios internos del director. Finalmente, en el 2022, “Ovejas y lobos” se filmó en Huaraz, con actores peruanos y un equipo comprometido con la historia.

Desde su estreno, el cortometraje ha participado en más de 25 festivales internacionales y ha sido premiado en Perú, México, Cuba y España. Pero más allá de los reconocimientos, Fischman lo ve como una obra escrita en código. Un código que lo conecta con su infancia, con el silencio que cargó durante años, con esa sensación de no ser escuchado.
“Sentía que mi voz no importaba. Félix, el hijo del corto, también cae en un silencio… pero vive un mundo gigante detrás de él”, revela.
Álex Fischman hace cine desde los 12 años, cuando grababa a sus amigos en skate y editaba los videos con efectos caseros. A los 18 se mudó a Estados Unidos para estudiar dirección y luego se quedó a trabajar allí. Lo que al inicio fue una limitación —no destacar en el colegio ni en las artes tradicionales— se convirtió en un impulso. “Cuando encontré el cine, encontré una forma de expresarme”, resume.
Su primer corto, “La vieja quinta”, se basó en un cuento de Julio Ramón Ribeyro, autor al que considera uno de sus grandes referentes. “Ribeyro es de las personas más importantes en mi vida, a quien nunca conocí”, señala. Ambos comparten la mirada por los marginados, por quienes están al borde, por los invisibles.

Hoy, Fischman vive entre la publicidad y la cinematografía en Estados Unidos. Además de sacar adelante sus proyectos propios, ha trabajado para marcas como Uber y JP Morgan.
Lejos de alejarlo de su vocación, la publicidad le ha dado herramientas clave para impulsar nuevos proyectos, como «Pica» —la historia de un hombre obsesionado con curar una picazón en el pecho— y un documental sobre la batalla de Chiaraje, filmado en Cusco.
Pero su vínculo más profundo sigue siendo con el cine peruano. No importa cuánto tiempo haya pasado fuera: aquí, asegura, hay una conexión que no se rompe. “En EE.UU. siempre siento que no pertenezco del todo. Acá, aunque no haya vivido los últimos nueve años, siento que regreso a casa”.

Álex Fischman busca que el resultado de su trabajo como cineasta le llene, pero sobre todo que el proceso sea sanador. (Foto: Joel Alonzo)
/ JOEL ALONZO
Salto narrativo
Hoy, Álex quiere dar el salto al largometraje. Tiene ya un proyecto en marcha: la historia real de un hombre que desea hacer una película para vengarse de sus padres. No es su historia, pero sí su herida. “Yo también usé el cine como forma de quejarme, de entender, de sanar”. Para Fischman, hacer películas es trabajar con traumas, es invitar a otros a narrarse desde el drama y así liberar lo que pesa. Sueña con ayudar a personas reales a contar sus historias con honestidad, emoción y verdad.
Define esta etapa de su vida como emocionante y desafiante. Se siente agradecido y con deseos de seguir escalando. “Quiero que el resultado me llene, pero sobre todo que el proceso sea sanador. El cine para mí es una oportunidad de sanar mis heridas”, dice.
Su cine es eso: un proceso de reconciliación consigo mismo y su historia. En cada plano de sus cortos hay algo más que imágenes: hay un hombre que, a través del arte, aprendió a decir lo que de niño no pudo.