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Una madre se sienta con su hijo a hacer la tarea. Él escribe con cuidado, pero se equivoca en una palabra. Ella le pide que lo corrija, pero ante los errores repetidos del niño, termina, casi sin darse cuenta, haciendo la tarea por él. No lo hace con mala intención, sino porque “quiere que le vaya bien”, “sabe que puede dar más” y que “así aprenderá a esforzarse”. Sin embargo, esa búsqueda continua de perfección, disfrazada de amor, puede estar sembrando en el niño una idea peligrosa: que su valor reside en sus logros, y no en quien es.

¿Qué es el perfeccionismo parental?

En los últimos años, el perfeccionismo parental se ha convertido en una tendencia creciente, impulsada en parte por las redes sociales, la presión social y el deseo profundo de no fallar como padres. Pero, como advirtió Fanny Abanto Casavalente, psicoterapeuta especializada en terapia de esquemas a Hogar y Familia, no se trata simplemente de esperar lo mejor de los hijos. Es algo más profundo, más exigente y sutil: es el impulso constante de controlar, corregir y dirigir cada paso, creyendo que solo así se garantiza el éxito.

Este perfeccionismo se manifiesta en los pequeños gestos cotidianos: cuando una tarea escolar se repite varias veces porque la letra no es lo suficientemente bonita, cuando el dibujo solo se elogia si está dentro de los márgenes, o cuando se suspira —casi sin querer— ante una nota que no cumple con “el potencial” que se esperaba. En estas actitudes, lo que subyace no es solo una expectativa alta, sino una asociación entre el valor personal y el rendimiento, tanto en el niño como en los padres.

Básicamente, la diferencia entre tener altas expectativas y ser perfeccionista está en la flexibilidad emocional. Un padre con expectativas sanas valora el proceso, permite errores y transmite seguridad, aunque el resultado no sea el esperado. En cambio, el perfeccionismo no deja espacio para fallar sin culpa.

Como señaló la psicóloga Liseth Paulett, decana de la carrera de psicología de la Universidad Científica del Sur, muchas veces nace del miedo: Una preocupación excesiva por los hijos que suele tener origen en experiencias traumáticas o inseguridades del propio adulto. Para proteger a sus hijos del dolor, los padres buscan tener el control total, sin darse cuenta del peso que eso impone”.

Y en esa búsqueda de la familia ideal, de los hijos perfectos, de las vidas sin manchas ni errores, lo que se logra no es bienestar, sino agotamiento, ansiedad y relaciones tensas. Paradójicamente, cuanto más se intenta ser el mejor padre o madre posible, más se aleja uno del verdadero propósito de la crianza: acompañar, amar y permitir que los hijos sean humanos.

¿Cómo distinguir el amor genuino de una exigencia perfeccionista?

En la era de las redes sociales, la presión por mostrar una familia perfecta es significativamente alta: hogares impecables, hijos ejemplares, padres presentes y sonrientes. De acuerdo con Liliana Tuñoque, psicoterapeuta de Clínica Internacional, esta necesidad de “demostrar” algo a los demás, empuja a muchos padres a vivir de cara a la galería, lo que los desconecta de la autenticidad y lo cotidiano. Además, el vínculo con los hijos se torna rígido, exigente y distante.

En tiempos de redes sociales, muchos padres sienten que deben mostrar hogares impecables e hijos ejemplares. Pero esa presión externa desconecta del vínculo real y daña la autoestima infantil.

En tiempos de redes sociales, muchos padres sienten que deben mostrar hogares impecables e hijos ejemplares. Pero esa presión externa desconecta del vínculo real y daña la autoestima infantil.

Aunque esta exigencia muchas veces se disfraza de buenas intenciones, existe una diferencia crucial entre desear lo mejor a un hijo y exigirle perfección. Según Abanto “el amor genuino nace del deseo de proteger, mientras que la exigencia perfeccionista suele estar impulsada por el miedo —a la vulnerabilidad, al juicio, o a no ser “suficientes” como padres—. Cuando ese miedo toma el control, el amor puede volverse condicional sin que nos demos cuenta”.

Un indicador clave para identificar esta dinámica es preguntarnos: ¿Cómo reacciono cuando mi hijo se equivoca o no cumple con mis expectativas? ¿Le hago sentir que su valor cambió por eso? Si la respuesta es afirmativa, es posible que estemos midiendo el afecto en función del rendimiento.

Por ejemplo, si felicitamos a un hijo diciendo: “¡Qué nota más alta, así sí me haces sentir orgulloso!”, el mensaje implícito podría ser que, de no haberla conseguido, no habría motivo para el orgullo.

¿Cuál es el impacto del perfeccionismo parental en la infancia?

El perfeccionismo parental deja huellas profundas en la infancia, pues como precisó Karin Domínguez Ayesta, psicoterapeuta y subgerente del Modo USIL de la Universidad San Ignacio de Loyola, los hijos de padres perfeccionistas suelen vivir con miedo a equivocarse o decepcionar, lo que los lleva a estar en constante alerta e intentar comportarse de forma impecable. A largo plazo, esta presión puede desencadenar ansiedad, depresión, trastornos alimentarios, insomnio e incluso conductas compulsivas.

“El estilo de crianza perfeccionista, generalmente vinculado a un modelo autoritario, enseña a los niños que el afecto es condicional: si hacen todo “bien”, serán queridos y reconocidos. Esto los lleva a interiorizar pensamientos dañinos como “si fallo, soy una vergüenza para mis padres”.

La especialista en terapia de esquemas subrayó que crecer en un hogar sin espacio para el error genera una sensación persistente de no ser suficiente. En lugar de explorar el mundo con libertad, el niño se limita a cumplir con un guion. El juego deja de ser espontáneo para convertirse en una demostración de logros. “¿Esto está bien hecho?” reemplaza al “¿qué quiero crear?”, y con ello se apagan la creatividad y la conexión emocional auténtica.

Un ejemplo revelador de cómo esta dinámica afecta la esencia del niño lo compartió Fanny Abanto, al recordar la experiencia de un paciente adulto, quien de niño adoraba construir castillos de cartón en la sala de su casa. Sin embargo, su padre siempre intervenía con correcciones como: “eso no es simétrico… ponlo derecho”. Poco a poco, la chispa de la invención en el niño se fue apagando. Años después, en terapia, una confesión dolorosa emergió: “no sé hacer bien las cosas”.

“Aquel juego, que debió ser una fuente de libertad y descubrimiento, se transformó en una tarea sometida al miedo constante a equivocarse. Un miedo que, ya en su adultez, limitaba su autoestima y su capacidad de explorar el mundo sin el peso del juicio”, afirmó Abanto.

El miedo al error, la necesidad de aprobación y la culpa por no “dar la talla” pueden acompañar a un niño hasta la adultez. Criar sin espacio para fallar deja cicatrices profundas.

El miedo al error, la necesidad de aprobación y la culpa por no “dar la talla” pueden acompañar a un niño hasta la adultez. Criar sin espacio para fallar deja cicatrices profundas.

Este tipo de crianza también impacta en la comunicación familiar. Los hijos aprenden a callar lo que sienten por miedo a parecer “inadecuados”. Muchos adultos que crecieron en estos entornos terminan reprimiendo sus emociones, les cuesta pedir ayuda o poner límites, porque desde pequeños aprendieron a no incomodar.

¿El perfeccionismo es un legado emocional?

Aunque no se hereda genéticamente, Melissa Montesinos, sub gerente de Salud y Bienestar de Pacífico Salud, aseguró que “existe una probabilidad significativa de que los hijos de padres perfeccionistas desarrollen rasgos similares, ya que el perfeccionismo puede transmitirse como un patrón emocional y conductual aprendido”. En la adultez, esto puede traducirse en autoexigencia crónica, miedo al error, problemas de autoestima y dificultades para establecer relaciones saludables.

De acuerdo con Fanny Abanto, no hace falta que un padre diga explícitamente “sé perfecto”, pues basta con observar cómo reacciona ante los errores, cómo se exige a sí mismo o qué emociones evita mostrar. Los niños interpretan esas señales y, sin cuestionarlo, internalizan el mensaje: “equivocarse no está permitido, exigirme todo el tiempo es lo correcto”. Ese legado emocional, muchas veces, se disfraza de compromiso o responsabilidad, pero por dentro suele doler.

“Las huellas del perfeccionismo aprendido no siempre son evidentes, pero pueden reflejarse en adultos que sienten culpa por descansar, que temen mostrar vulnerabilidad, que necesitan validación constante o que permanecen en relaciones y trabajos donde nunca se sienten suficientes”, sostuvo la psicóloga.

¿Cómo saber si un niño se siente presionado por ser “perfecto”?

Según la psicóloga Paulett, estos niños muestran ansiedad, baja autoestima y dificultad para disfrutar. Además, tienden a ocultar errores o emociones por miedo al rechazo o a no cumplir con las expectativas de sus figuras de autoridad.

En el día a día, este malestar puede manifestarse en acciones sutiles, pero constantes: “niños que prefieren quedarse en el aula en lugar de jugar, que revisan una y otra vez sus tareas antes de entregarlas o que se frustran si no obtienen la nota máxima”, indicó Karin Domínguez. También es común que se califiquen negativamente y se enojen consigo mismos por errores mínimos.

Por eso, lejos de rebelarse, muchos de estos niños se adaptan silenciosamente y comienzan a actuar como creen que deben ser: obedientes, responsables y autosuficientes. Frases como “no quiero preocupar a mi mamá” o “mejor no digo nada” reflejan cómo aprenden a reprimir sus emociones para sostener la imagen del hijo ideal. Este esfuerzo se traduce en señales visibles: perfeccionismo extremo, intolerancia al error, culpabilidad excesiva, cambios de ánimo sin explicación aparente y dificultad para ser espontáneos, refirió la experta en terapia de esquemas.

¿Cómo detectar y corregir el perfeccionismo parental?

Tomar consciencia del perfeccionismo requiere detenerse y observar con honestidad cómo se experimentan los vínculos familiares. Por eso, para detectar si han adoptado este patrón “inconsciente”, los padres pueden preguntarse lo siguiente:

  • ¿Me cuesta aceptar que mi hijo se equivoque sin intervenir o corregir de inmediato?
  • ¿Mido mi valor como padre/madre por los logros de mis hijos?
  • ¿Tienden mis reacciones ante los errores de mis hijos a ser desproporcionadas o frías?
  • ¿Evito que mis hijos me vean vulnerable o reconociendo errores?
  • ¿Me frustro si mi familia no se ajusta a la imagen que idealicé?
  • Cuando mi hijo comete un error ¿Reacciono como lo hacían mis padres o alguno de ellos?
  • ¿Cómo me sentía de niño cuando cometía un error?
  • ¿Estoy presente cuando mi hijo me necesita?
  • ¿Puedo mirarlo sin pedirle que sea distinto?
  • ¿Puedo sostenerlo sin juicio cuando algo le duele?
Modelar el error, validar el esfuerzo y mostrarse vulnerable son actos poderosos. Enseñar que el amor no depende del rendimiento es el mayor regalo que un padre puede dar.

Modelar el error, validar el esfuerzo y mostrarse vulnerable son actos poderosos. Enseñar que el amor no depende del rendimiento es el mayor regalo que un padre puede dar.

“El autoconocimiento es poder. Por ello, es indispensable ser consciente del patrón; este es el primer paso y también el más importante”, destacó Abanto Casavalente.

Consejos para criar sin perfeccionismo

Para criar desde la aceptación y no desde la exigencia constante, es fundamental ir modelando con el ejemplo una relación saludable con el error, el esfuerzo y la autenticidad:

  • Practicar la reparentalización emocional: Aprender a autorregularse cuando se activa la exigencia interna, recordando que los niños no necesitan versiones perfectas, sino presentes y con conexión emocional.
  • Modelar el error: Demostrar y enseñar que equivocarse no solo es válido, sino que es parte natural del crecimiento. Decir “me equivoqué” tiene un poder reparador enorme en los hijos.
  • Reforzar el esfuerzo, no solo el resultado: Acompañar con amor a transitar por el proceso, validando los intentos sin condicionar el amor al logro.
  • Crear espacios de juego sin juicio: Permitir que los hijos experimenten sin la sombra del rendimiento o la comparación con otros.
  • Ir a terapia: Explorar las vivencias infantiles y de vida a través de la psicoterapia, ayuda a comprender el origen de las sobreexigencias y a adquirir las herramientas para superar el perfeccionismo.

¿Cómo enseñar a los hijos a tolerar el error?

Cuando un niño ve a su madre o padre reconocer con serenidad un error y actuar con autocompasión —en vez de autosabotearse o criticarse—, aprende que fallar no disminuye su valor ni pone en riesgo el amor que recibe.

“Desde la terapia de esquemas, este tipo de comportamiento del adulto ayuda a desactivar el esquema de estándares inflexibles que muchos niños desarrollan cuando sienten que siempre deben rendir al máximo. Por el contrario, refuerza la autoaceptación y la autenticidad como bases de su identidad”, recalcó la psicoterapeuta Fanny Abanto.

Enseñar a los hijos a tolerar el error implica, entonces, transformar el enfoque: dejar de obsesionarse con los resultados y empezar a valorar el proceso. Esto se logra con pequeñas acciones, como cambiar el tipo de elogio que se ofrece. En lugar de decir: “¡Qué bien te salió!” o “Eres el mejor”, es preferible resaltar el camino: “Me gustó cómo lo intentaste”, “Te vi buscando distintas formas de hacerlo”. Este tipo de reconocimiento fortalece su confianza interna y les enseña que su esfuerzo tiene valor, incluso cuando el resultado no es perfecto.

También ayuda mucho compartir nuestras propias fallas con ternura y honestidad. Decir algo como: “¿Sabes que la primera vez que cociné arroz me salió como una sopa? Me equivoqué, pero aprendí”, permite desdramatizar el error y transmitir un mensaje clave: equivocarse no solo es humano, sino necesario.

En definitiva, estas experiencias cotidianas, cuando se viven con calidez, presencia y empatía, tienen un poder transformador. Porque más allá de lo que los hijos escuchen, aprenden de lo que ven: si sus padres se tratan con respeto y compasión en sus propias caídas, ellos aprenderán a hacer lo mismo consigo mismos.



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