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Parece una idea simple, casi obvia, pero fue Jorge Acuña (Loreto, 1931) a quien se le ocurrió en momentos críticos: si el público no va al artista, el artista tiene que ir al público. Y fue así como un 22 de noviembre de 1968, en plena dictadura militar, Acuña Paredes ensayó una adaptación de “El corazón delator” de Edgar Allan Poe, se pintó la cara de blanco, y se paró en la Plaza San Martín para congregar a decenas, a veces cientos, de transeúntes que quedaban prendados con su silencioso histrionismo.

Desde entonces, el mimo Acuña se convirtió en una leyenda callejera, un maestro de las artes escénicas sin escenario propiamente dicho, más que el asfalto al aire libre. “A las salas asistían poquísimas personas y por esas razones me he visto obligado a salir a las calles en busca de un público, le contaba a Jorge Chiarella en una entrevista con El Comercio de 1979.

Así es como Acuña se convirtió, de 1968 a 1980, en una presencia segura en el paisaje de la ciudad. Fueron 12 años en los que deleitó a especialistas del arte escénico y a quienes nunca se habían animado a pisar un teatro en su vida. Pero la década de 1970 fue dura, muy dura, y más de una vez terminó arrestado. “El único problema que tenemos en la calle es que nos llevan a las comisarías por hacer teatro –contaba–. Pero aún así en los calabozos me siento más a gusto que en las salas”.

En la calle, con mi banquito, soy más libre y puedo representar en cualquier momento y sin tanto problema, decía el hombre cuando, fuera de su mudo papel, se atrevía a ofrecer un discurso con palabras.

Jorge Acuña Paredes, emblemático mimo peruano. (Foto: Facebook Jorge Acuña Rázuri)

Jorge Acuña Paredes, emblemático mimo peruano. (Foto: Facebook Jorge Acuña Rázuri)

LEYENDA URBANA

Nació en la provincia loretana de Maynas y se trasladó a Lima durante su adolescencia. En la capital, estudió en la Escuela de Arte Dramático, pero con el tiempo la compleja situación del país lo pondría en aprietos. Con una esposa y cuatro hijos que mantener, Acuña tuvo que tomar decisiones trascendentales. Fueron esas necesidades económicas las que lo empujaron a convertirse en una suerte de fundador del teatro callejero en nuestro país. O por lo menos en su rostro más visible y representativo.

Eran los tiempos, además, en que el cine y la televisión le iban quitando cada vez más espectadores a los teatros. Pero él persistió, trazando con una tiza sobre la vereda un espacio seguro, buscando recursos austeros para conectar con la gente, perfeccionando su gestualidad para decir mucho sin voz alguna.

Por eso es considerado un pionero. Con su trabajo, les abrió las puertas –si es válida la expresión cuando hablamos de exteriores– tanto a cómicos ambulantes, a charlatanes políticos, y a toda una variante de creativos vagabundos. Sin embargo, a inicios de los años 80 y con una realidad cada vez más opresiva, Acuña decidió dejar el Perú y afincarse en Estocolmo, Suecia.

Desde entonces vino muchas veces por breves temporadas, dictando cursos, transmitiendo su conocimiento a jóvenes creadores, y tomando por asalto las calles como en los viejos tiempos. “Hay escuelas que forman actores, directores, escenógrafos, ¡pero no tenemos una que forme al público!”, reclamó más de una vez, y actuó empecinadamente para corregir ese vacío.

Fue este 30 de abril, a la edad de 93 años, que Acuña falleció en Suecia, según lo dio a conocer su hijo Jorge Acuña Rázuri. El silencio se hace más significativo en su memoria.



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