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El sol arde implacable en el desierto colombiano de La Guajira. Embarazada de ocho meses, Astrid sobrevive junto a miles en un aeropuerto abandonado donde funciona el mayor campamento de indígenas y migrantes del país, ahora desvaído por los recortes de la ayuda de Estados Unidos.

 

Una brisa sofocante esparce el olor de la basura acumulada en este lugar bautizado La Pista, castigado por el hambre y la sed. En la segunda región más pobre de

 

Colombia (65%) y donde mueren más niños por desnutrición, la vida depende en gran medida de las organizaciones humanitarias.

 

«¿Qué me hace falta? Todo, porque aquí nada es mío», dice a la AFP Astrid, una venezolana de 20 años cuyo apellido fue reservado por protección.

 

Sin baño ni dinero siquiera para asistir a los controles prenatales, sueña con «trabajar» y darle a sus hijos «un hogar».

 

En una casa diminuta, improvisada con troncos y hojalatas, vive con su hijo de cinco años, paralizado por una encefalopatía.

 

Le falta agua, dice, como a la mayoría en esta zona fronteriza con Venezuela.

 

Y desde que llegó al poder Donald Trump, con recortes a la ayuda exterior estadounidense, los habitantes de La Guajira empezaron a sentir con más dureza la precariedad.

 

De las 28 oenegés que existían en 2024 en Maicao, hoy solo quedan tres, asegura el alcalde Miguel Aragón.

 

– «Arroz con queso» –

 

En un centro médico de pasillos angostos, varias mujeres con niños esperan a ser atendidas. Administrado por Save The Children, profesionales revisan y asesoran a los pacientes sobre nutrición y salud sexual y reproductiva.

 

Habitante de La Pista, Luz Marina, una colombiana de 40 años, llegó con su hijo de cinco con problemas «de bajo peso».

 

A inicios de año, fue seleccionada para recibir un fondo de ayuda humanitaria, pero poco después le notificaron que la transferencia había quedado suspendida por los recortes de Estados Unidos.

 

«Demasiada tristeza, porque era algo que en verdad necesitaba», dice Luz Marina entre lágrimas.

 

Las ayudas se desvanecieron en enero cuando Trump comenzó a desmantelar USAID, la agencia estadounidense de desarrollo que gestionaba un fondo equivalente al 42% de la asistencia humanitaria mundial.

 

«No llegué a cobrar nada», dice la colombiana, que vive del sustento de su esposo, un reciclador informal.

 

Quería darle a su hijo «una mejor calidad de vida».

 

El tratamiento consiste en suplementos alimenticios y medidas para mejorar el apetito del niño. «Gracias a Dios ha evolucionado bien, ha subido de peso», se consuela.

 

«Porque no es lo mismo comer arroz con pollo que comer arroz con queso».

 

– «Nos sentimos solos» –

 

Un paisaje idílico de dunas inmensas junto al mar Caribe contrasta con la pobreza de un desierto históricamente marginado.

 

A cada lado de La Pista se forman angostos callejones de tierra donde niños corretean descalzos mientras perros y vacas buscan comida entre la basura.

 

Ante la falta de acueducto, vendedores de agua semisalada pasan a diario en burros. Un balde cuesta unos 2 dólares y abastece a las familias mientras esperan el agua potable suministrada una vez por semana por el Estado.

 

Organizaciones humanitarias intentan aliviar las penurias de locales y de los cerca de 160.000 venezolanos en La Guajira, de los 3 millones que viven en Colombia.

 

El alcalde de Maicao sintió como «un baldazo de agua fría» los recortes.

 

«Hoy nos sentimos solos», dice el político de 37 años, que teme una debacle peor en su ciudad de 160.000 habitantes.

 

Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la decisión de Trump pone en riesgo «años de progreso» en la protección de desplazados.

 

– Reclutamiento infantil –

 

En un colegio local, el antiguo salón de música luce desolado.

 

Hasta hace un tiempo los estudiantes tocaban instrumentos, cantaban y tenían talleres dentro de un gran contenedor lleno de dibujos.

 

Este proyecto de Save The Children cerró tras los recortes, que redujeron su presupuesto en Colombia en 40%.

 

Michelle, de 13 años, descubrió en este espacio su amor por el canto.

 

Sin clases ni profesores, hoy se siente «amarrada, sin poder soltar» lo que tiene «dentro», dice.

 

«Esas ayudas nos servirían mucho», lamenta.

 

Pese al desfinanciamiento, la organización intenta mantener sus operaciones en La Guajira.

 

Pero María Mercedes Liévano, directora de esta ONG en Colombia, teme que el cierre de proyectos genere en los niños un «mayor riesgo de entrar a grupos criminales» en un país con una guerra interna de seis décadas y cifras de reclutamiento infantil al alza.

 

«Tener que darle la espalda a las personas que veníamos apoyando es muy difícil», confiesa Liévano con la voz entrecortada. «Duele muchísimo».

 





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