Las pagodas doradas de Bagán que se acaban de derrumbar tras el cataclismo que ha sacudido a Myanmar son una muestra del pasado grandioso de su pueblo. Pasado que acabó cuando en 1885, el último rey de Birmania tuvo que entregar su país al Imperio Británico. El rey Thibaw Min debió haber vaticinado toda clase de calamidades, pero difícilmente pensó que el mal duraría más de 100 años, o que el pueblo lo iba resistir.
Aquí estamos 140 años después, y Myanmar no sale de la pesadilla que los británicos causaron al destruir las antiguas estructuras de poder para generar divisiones que les permitieran gobernar un país tan étnicamente diverso. Tras la independencia en 1948, el país previsiblemente se hundió en una guerra civil entre grupos étnicos, seguida de otro previsible golpe militar. A esto le siguió una serie de rebeliones, violencia interétnica y finalmente una nueva guerra civil contra la siempre presente junta militar que lidera una cleptocracia inepta hasta el día de hoy. Una pesadilla revolvente que salta a los ojos del mundo tras un terremoto de 7.7 grados que ha aplastado ciudades y matado a miles; la última indignidad en azotar al pueblo birmano.
Si bien el golpe militar de Ne Win en 1960 sirvió inicialmente para poner orden, la junta rápidamente se convirtió en una tiranía que ahogó los prospectos de desarrollo del país, generó más inestabilidad y resultó en las condiciones deplorables en las que actualmente el país tiene que enfrentar esta tragedia.
Para comenzar, el nivel de destrucción de estructuras en Mandalay, la segunda ciudad del país, demuestra que las construcciones por décadas han sido hechas sin los estándares mínimos. Ni siquiera Naypyidaw, la nueva capital construida con despilfarro en medio de la nada por generales paranoicos en los 2000s, se salvó de la destrucción a pesar de ser una supuesta fortaleza impenetrable. La corte suprema y el parlamento se han derrumbado, así como parte del palacio del dictador Min Aung Hlaing.
A pesar de que la junta aseguró de manera propagandística que los ‘soldados del pueblo’ serían los salvadores tras el terremoto, en Mandalay no hay un soldado a la vista ayudando en obras de rescate. Casi todo el ejército está atrapado en los múltiples frentes de batalla, desesperados defendiendo bases militares y territorio bajo ataque. El terremoto no fue un impedimento a que la junta siga bombardeando territorio rebelde, incluso después de pedir ayuda a la comunidad internacional.
Dicha ayuda debe ser canalizada a través de la junta que tiene un historial de obstruir la asistencia en zonas rebeldes reteniendo los embarques en aduanas, prohibiendo el transporte para los rescatistas e incluso atacando a los convoyes, como sucedió el año pasado tras el tifón Yagi. En esta ocasión, la junta ha bloqueado carreteras a las zonas afectadas con controles e interrogatorios que generan demoras eternas y cuestan vidas.
La ciudad de Sagaing, una de las más afectadas, recibe ayuda a cuentagotas porque se encuentra en una zona disputada. Incluso en las áreas afectadas que están bajo el control de la junta, ésta manipula la asistencia según la lealtad percibida de la gente de cada zona.
Gran parte de los cascos urbanos de Mandalay, Sagaing y Naypyidaw van a tener que ser demolidos y vueltos a construir. Pero un gobierno que sólo tiene control total sobre el 21% del territorio nacional, que está aislado del mundo y bajo ataque constante desde todas las direcciones, no tiene la capacidad ni la plata para semejante reconstrucción, ni la legitimidad para acceder al sistema financiero internacional.
La China, antiguo aliado de la junta, se ha vuelto indiferente. Con el tiempo los chinos fueron dándose cuenta no sólo de la ineptitud de los generales birmanos, sino de que éstos estaban permitiendo y lucrando de la existencia de pueblos enteros dedicados a las estafas de Internet, cuyas víctimas eran en su mayoría ciudadanos chinos.
El hecho de que la mayor parte de la zona afectada está bajo el control de la junta, presenta una oportunidad dorada para los rebeldes. Pero nada garantiza que se mantengan unidos o que sean leales al gobierno democrático en el exilio. Podrían caer en una nueva guerra civil entre ellos y perpetuar la pesadilla.
Uno no puede dejar de preguntarse cómo estaría Myanmar ahora si la junta hubiera permitido que Aung San Suu Kyi, la lideresa de la oposición por décadas gobernara el país libremente cuando la sacaron del encierro en 2016. En vez de eso, la tuvieron con una mano atada y una pistola en la cabeza, y cinco años después dejaron la farsa de la ‘transición democrática’ para encerrarla de nuevo. Hoy en consecuencia, en lugar de gozar de un gobierno legítimo y una economía próspera para enfrentar el terremoto, Myanmar está sumida en el caos que ocasionó este último golpe. Su Kyi yace en la ignominia, prisionera de la junta y olvidada por la comunidad internacional que alguna vez la tuvo en un pedestal.
Aquellos peruanos que suelen decir la frase: “ojalá hubiéramos sido conquistados por Inglaterra”, deberían pensar en Myanmar antes de soltar semejante afirmación.
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