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Olinda solía ser un rostro recurrente en la televisión, en portales de espectáculos, en titulares diseñados para el escándalo. Parecía estar hecha a la medida de la farándula. Pero, dice ahora, había algo roto detrás de cada aparición. “Estaba vacía”, recuerda. “Buscando con qué llenar ese vacío que sentía en el corazón, esa tristeza en el alma”. La exposición fue una forma de anestesia. Lo que vino después fue una forma de renacimiento.

El encuentro más esperado de Olinda

“Nací en una familia católica. Fui a la iglesia, hice mi primera comunión, mi confirmación. Pero no sentía nada. No sentía su presencia. No me sentía llena de Él, del Espíritu Santo”, cuenta. El giro vino cuando decidió empezar a ayunar. En medio de esa entrega, llegó el momento que ha contado ya muchas veces, pero que cada vez revive con la misma emoción: “Yo necesitaba ese abrazo desde niña. Un abrazo de amor que junte todas las piezas de mi corazón que estaban dañadas. Y Él me dio un corazón nuevo”.

Esa experiencia fue el punto de partida. Luego vino la transformación hacia el cristianismo. Un cambio paulatino, cotidiano, lleno de pequeñas decisiones: dejar de escuchar música secular, abandonar el alcohol, elegir con cuidado cada prenda. “Cada vez que me pongo algo, pienso: ¿caminaría así al lado de Jesucristo? ¿Estaría orgulloso de verme?”, se pregunta. No como una regla impuesta, sino como una forma de coherencia con su fe.

No todo fue inmediato. No todo fue fácil. Al comienzo, la duda la paralizaba. “El enemigo –también llamado Satanás– me decía: ‘¿Y tú con qué autoridad vas a hablar? Si tú has sido así, si tú has hecho esto…‘”. Durante meses, esas voces internas le impidieron hablar. Hasta que un ayuno de siete días le dio la certeza. “Después de eso salí como dicen, ‘un sayayín’, una guerrera. Me sentía llena del Espíritu Santo. Y desde ahí empecé a hablar. Y ya no era yo la que hablaba: era el Espíritu el que tomaba el control”.

Un nuevo propósito

Hoy predica en redes, en las calles y en su iglesia, la ‘Iglesia de Dios de la Profecía», ubicado en Ciudad de Dios, Pamplona. Cuando predica habla de Dios como quien habla de un amor urgente. “A veces me derramo delante de Él solo llorando, diciéndole: ‘Tú conoces mi corazón, tú conoces todo de mí. Ayúdame a sentir esa paz que solo tú sabes dar’”. Y cuando lo siente, llora. Pero no por dolor. “Son lágrimas de amor, de agradecimiento”.

Uno de los cambios más profundos se dio en su rol como madre. Antes, corregía con gritos. Ahora, con sabiduría. “Antes mi manera de corregir era muy hiriente. Les gritaba. Mi hijita siempre me decía: ‘Mamá, no tienes por qué gritarme, háblame’”. Hoy, cada mañana y cada noche, le pide a Dios paciencia y guía. “Quiero dejarles la mejor herencia: que conozcan y se enamoren verdaderamente del Señor”.

La historia con su hijo mayor fue especialmente dura, pues entró en una etapa de rebeldía intensa. Y ella, agotada, intentaba controlarlo todo. Hasta que, en medio de un ayuno, sintió que Dios le hablaba a través de una hermana de su iglesia: “¿Qué tanto te afanas? ¿Qué tanto te estresas? Él es más hijo mío que tuyo”, le dijo. Y ella entendió que debía soltar el control. “Le entregué esa mochila a Dios. Y Él obró. Ahora mi hijo me dice: ‘Ma, perdóname por haberte hablado así‘. Ha aprendido a pedir perdón. Y eso no lo logré yo. Lo logró Él”.

También el amor de pareja se transformó. “Antes no conocía el amor. Solo conocía emociones. Pasión. Egoísmo”. Hoy ve su matrimonio como una trenza de tres hebras: ella, su esposo Christian Marcial, con quien se casó en 2020, y Dios al centro. “La palabra dice que un cordón de tres dobleces no se rompe fácilmente. Y así es. Hemos aprendido a perdonar incluso cuando no somos los que fallamos. A dejar el orgullo, el ego, la soberbia”.

El cambio libre de juicios

El vínculo con su iglesia fue clave para su proceso. Allí nunca se sintió juzgada. Ni siquiera cuando asistía con mallas de gimnasio y polos escotados. “El pastor jamás me dijo nada directamente. Un día me mandó dos versículos sobre vestir con pudor y modestia, sobre no ser piedra de tropiezo. Y entendí. El Espíritu Santo fue el que me hizo ver que no estaba bien”.

Aquel episodio marcó un antes y un después. “No hubo necesidad de que me llamaran la atención. Él solo me mandó la palabra. Y desde entonces entendí que debo cuidar cómo me presento. No solo por mí, sino por los demás. Porque lo que uno usa también puede inducir al pecado en alguien más. Y yo no quiero ser piedra de tropiezo para nadie”, dice. Desde entonces, viste de manera más modesta, sin dejar de ser ella. Vestidos sueltos, zapatillas cómodas. “Me visto como si caminara al lado de Jesucristo. ¿Estaría Él feliz de cómo me veo, de cómo hablo, de lo que escucho? Esa es mi medida”, explica.

Enfrentarse a las críticas nunca es sencillo

La crítica pública, inevitable por su pasado tan expuesto, la golpeó fuerte al principio. “No me gustaba que me señalaran. Me afectaba lo que decían. Pero entendí que si se burlaron de Jesucristo, ¿cómo no se van a burlar de mí?”. Aprendió a mirar a los demás con misericordia. “Le pido a Dios que me enseñe a ver con sus ojos. A amar a mis enemigos. A tener compasión por quienes no comprenden”.

Cuando se le pregunta sobre la Olinda de hace unos 6 o7 años, ve hacia atrás con otra mirada. No con vergüenza, sino con compasión. “El enemigo me decía que Dios no iba a ser capaz de perdonarme por lo que fui, por lo que hice. Pero mientras más lo buscaba, más entendía que ya soy una nueva criatura. Que todo eso quedó atrás. Y que ahora puedo mirar a esa Olinda con amor. Porque Dios permitió que pasara por todo eso sabiendo dónde me quería llevar”.

Y aunque sabe que hay quienes no creen, no le importa convencerlos. Solo quiere que sientan lo que ella sintió. “Sería maravilloso que pudieran sentir ese abrazo. Que doblen rodillas, que le pidan que los abrace. Él jamás rechaza un corazón contrito y humillado”.

“Dios vino a liberar a los cautivos, a sanar corazones heridos”, dice. “Y no hay pastilla que pueda hacer lo que Él hace. Te sana desde adentro”. Por eso predica. Por eso insiste. Porque si ella —que fue símbolo de todo lo contrario— cambió, cualquiera puede hacerlo.

“Negarse a uno mismo, cargar la cruz y seguir a Jesucristo”, repite como quien respira. No lo dice con solemnidad. Lo dice con convicción. Sabe que no es fácil. Pero sabe que es posible. Y por eso lo cuenta. Porque su historia, más que una defensa, es una invitación.



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