Llama poderosamente la atención que en la fragilidad de sus condiciones la democracia peruana se dé el lujo de permitir que el frecuente manoseo de delicados mecanismos constitucionales, políticamente fulminantes, convierta la relación entre los poderes del Estado en un autodestructivo campo de batalla.
Esta descontrolada medición de fuerzas entre el gobierno, el Congreso, la fiscalía, la administración judicial y hasta el Tribunal Constitucional ha creado, inexplicablemente, nuevas fuentes de poder de facto sobre las legales y constitucionales, al punto que pronto los peruanos vamos a tener que aceptar que esta anormalidad descomunal es, oh paradoja, la normalidad institucional real.
Lo peor de todo es que los mecanismos constitucionales de control y sanción han derivado en vulgares cuchillos largos. La facultad del Congreso de vacar al presidente bajo la indescifrable causal de incapacidad moral permanente y la facultad del gobierno de provocar contra sí hasta dos negaciones de confianza consecutivas del Congreso como motivo suficiente para disolverlo son ahora armas políticas perfectas no para defender el Estado de derecho sino para transgredirlo alegre y violentamente.
Dentro de este uso inescrupuloso del poder, el expresidente Martín Vizcarra apeló osadamente en su momento al rebuscado ilegal argumento de la “denegación fáctica de la confianza” para disolver el Congreso, como ahora congresistas y operadores políticos intentan exculpar su votación por Pedro Castillo y Dina Boluarte en las elecciones del 2021, buscando que la sobreacumulación de carpetas fiscales penales contra ella se convierta en la “razón fáctica” para desaforarla de la presidencia.
Del régimen de Castillo hacia acá, el Congreso ha adquirido, precisamente en el manejo por omisión o comisión de los cuchillos largos constitucionales de la “vacancia presidencial”, de la “disolución parlamentaria” y de otros coercitivos, el poder de peso, contrapeso y hasta el dominio absoluto del complejo juego político de sucesivas coyunturas.
La sola amenaza de aplicación de la “vacancia presidencial” o de la “disolución del Congreso”, o la sola demanda fiscal y judicial contra, por ejemplo, los partidos o adversarios políticos, bajo el filo de los cuchillos largos de cualquier interés subalterno o propósito venal, basta para generar las suficientes dosis de presión y psicosis política y social desde cualquiera y sobre cualquiera de los poderes del Estado o instituciones involucrados.
Así las cosas, la aproximación a nuevos cambios de mando presidencial y parlamentario el 2026, despierta la natural suspicacia de que quienes aspiran al poder ya no lo hacen porque deseen gobernar o legislar de verdad o porque simplemente quieran ganar las elecciones, sino porque saben que en medio de la inestabilidad y anarquía institucional pueden construir nuevas fuentes de poder que las delegadas por el voto ciudadano.
¿Por qué no se quieren cambiar y rectificar muchas cosas ni en la presidencia ni en el Congreso ni en la fiscalía ni en el Poder Judicial? Por la sencilla razón de que los usufructuarios de esas elevadas instancias han descubierto que una institucionalidad en crisis sistémica sirve más a sus fines políticos que una institucionalidad normalizada.
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