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Quimera es el malnom del cocinero Vicent Escrivà, el apodo familiar. “Cuéntalo, cuéntalo”, le insiste su amigo Vicente Todolí, curador de arte y coleccionista de cítricos, tras la presentación de su libro Quisiera crear un jardín (y verlo crecer) en su localidad natal, Palmera, muy cerca de Gandia. “No sabemos exactamente de dónde viene el apodo, pero sí que se remonta a cinco generaciones”, explica el chef que acaba de preparar “un arroz de Cuaresma” (bacalao, boquerones, huevos de codorniz y cebolla) en el huerto botánico donde el director de la Tate Modern de Londres entre 2002 y 2010 cultiva 500 especies de naranjas, mandarinas, limas, limones, cidras, pomelos…

Todolí también tenía un malnom, pero no lo heredó por vía familiar, como es habitual en los pueblos, sino que se lo ganó a pulso cuando convivía en un piso de estudiantes en la década de los setenta en Valencia. “El Marqués, me llamaban con sorna”, comenta el experto en arte, de 67 años, que publica por primera vez un libro sobre su trayectoria como experto en arte que le ha llevado a recorrer medio mundo siempre con la idea de volver a su pueblo y sus montañas. Cuando al estudiante que le tocaba cocinar perpetraba un desaguisado, el actual director artístico de Pirelli Hangar Bicocca de Milán se bajaba a un conocido bar del barrio del Carmen para pegar un bocadito con algo de gracia.

Años después Todolí trabajaba de camarero en un restaurante de Nueva York en el que entró el novelista y ensayista Umberto Eco. El intelectual italiano había sido en 1981 su profesor en la Universidad de Yale y le había cautivado por su “inteligencia para leer el subtexto que discurría a través de la escritura” y también por su sentido del humor, que le llevó a disfrazarse de Superman en una fiesta. Cuando lo vio en el bar de tapas, Eco ya había publicado El nombre de la rosa y era toda una celebridad. ”Professore, professore, ¿no se acuerda de mí?”, le preguntó el joven valenciano. El professore le comentó en voz alta a su acompañante que era la primera vez que un camarero le llamaba así, porque lo normal era que lo hiciera uno que había llegado a ministro en Portugal, a catedrático en Alemania…

Tampoco se trataba de un restaurante cualquiera, sino de El Internacional, que había montado el artista Antoni Miralda y la cocinera Montse Guillén, apostilla Todolí en el libro, donde relata la anécdota de Nueva York, ciudad que le marcó personal y profesionalmente hasta que volvió a mediados de los ochenta a Europa. “En el 85 estalla el sida y, de repente, aquel mundo alternativo empieza a colapsar, el mundo de la noche desaparece casi del todo y el mundo del arte y la cultura queda diezmado. Creo que hay un antes y un después. Termina esa cultura del die young, stay pretty (muere joven, permanece guapo). Básicamente, porque empieza a morir la gente de un modo traumático”, rememora en la obra. Se trata de unas “memorias fragmentadas” a partir de su experiencia como “curator” dice en inglés, curador en Latinoamérica, comisario de arte en Europa, término de resonancias militares y policiales del que abomina. Pero no es un libro de arte contemporáneo al uso.

Siza y el Guggenheim de Bilbao

En un estilo conversacional, cercano al registro coloquial y alejado del a menudo críptico lenguaje de la semiótica del arte, Todolí habla de libros, de películas, de museos, de la oferta que recibió (y rechazó) para dirigir el Guggenheim de Bilbao, de artistas como el fotógrafo Robert Frank o el pionero del pop Richard Hamilton con los que trabó amistad, o de arquitectos como Álvaro Siza, con el que se enfrentó por el edificio para la Fundación Serralves de Oporto, que dirigió tras dejar en 1996 el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM), donde se granjeó un nombre. Pero también habla de gastronomía o de jardinería. “Son vivencias”, aclara.

Su huerto botánico se extiende por las tierras adquiridas a su familia que ha ido ampliando para dar cobijo a una fundación visitable de investigación y conservación. También abastece con sus frutos, como el Kumquat japonés, cuya corteza comestible es más dulce que su interior amargo y ácido, o como la sanguina autóctona de intenso zumo rojo, a restaurantes de diversos países como una vía de financiación más de la fundación, que se nutre principalmente de los ingresos de la actividad como curador de Todolí.

“No tengo hijos, tengo árboles”, afirma el también presidente de la comisión asesora de la colección de arte contemporáneo de la Fundación Botín mientras camina entre naranjos en la visita organizada el pasado lunes por la editorial Espasa con motivo de la publicación del libro. Fue un encargo a propuesta de las editoras del sello durante la pandemia. “Yo les dije: ‘bueno, como no puedo viajar…, pero será sobre arte y agricultura y los beneficios para la fundación’. Le pedí a mi amigo Juan Lagardera [periodista] que me ayudara con la estructura. Pero escribiéndolo me dio un ataque de pudor. A la gente por qué le tiene que interesar esto que cuento. Y lo dejé un año y medio. Lo retomé y aquí estamos”, explica Todolí, que se reconoce como una persona fundamentalmente intuitiva y visual.

“Me encargan textos sobre arte, pero no escribo, porque no puedo escribir sobre arte. Se puede escribir sobre el artista, alrededor del arte, pero el arte es un lenguaje no verbal. Soy un lector fanático y me gusta mucho el cine, pero no podría ser crítico porque perdería el placer. Ha escrito cosas, pero tengo mucho respeto a la literatura, a escritores como [Roberto] Bolaño. No puede ser. Me pasa como al personaje de El malogrado, de Thomas Bernhard, que, al escuchar a un joven Glenn Gould tocar el piano, decide dedicarse a cultivar las ciencias del espíritu”, apunta.



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