Dina Boluarte no habría necesitado llegar a la censura de su ministro del Interior, Juan José Santiváñez, pagando ambos un alto precio político, si antes hubiera tenido resuelto, como lo debe tener ahora, cuál es su papel como jefa del Estado frente a la mayor escalada de la violencia criminal de los últimos tiempos.
Ese papel consiste en colocarse por encima de la organización política del país, respetando, por supuesto, las competencias de todos y cada uno de los poderes que lo integran.
Si la propia mandataria reconoce que el problema de la inseguridad nacional desborda las competencias del sector Interior, la decisión y la acción siguientes no pasan, como ella dice, por designar a un nuevo ministro “tan leal y valiente” como Santiváñez. La decisión y acción siguientes, en una real y efectiva vuelta de página, pasan por tener ella que asumir definitivamente el liderazgo de Estado de una nación peligrosamente amenazada en su paz social, como en el tiempo del terrorismo.
Boluarte tiene que romper con el viejo complejo de prescindir de la jefatura del Estado en circunstancias en que esta debe adoptar decisiones y acciones del más amplio espectro político. De ahí que no tengamos políticas públicas de largo plazo ni emprendamos batallas conjuntas contra amenazas que nos conciernen a todos. No son para menos la conmoción social que provoca a diario la ola de homicidios y el justo reclamo ciudadano por una respuesta de Estado que no sea la de las lamentaciones de siempre.
¿Cuál es el temor de Boluarte de adoptar decididamente el mando de Estado que le dan sus prerrogativas constitucionales? ¿No hay un solo cuadro burocrático que pueda construir eficientemente con ella ese mando? ¿No están capacitados para ello su primer ministro, Gustavo Adrianzén, y su ministro de Justicia, Eduardo Arana? ¿Qué le inhibe a ella tratar cara a cara con la fiscal Delia Espinoza y la magistrada Janet Tello Gilardi la supuesta liberación de criminales capturados por la policía?
La presidenta debe y tiene que romper el hielo institucional dentro del Estado que ella misma aglomera con sus declaraciones de confrontación.
La llamada Sala de Guerra que Boluarte dispone en Palacio de Gobierno tiene que reunir no solo a los ministros del Interior y Defensa y a los altos mandos militares y policiales, como parte del Ejecutivo, sino a los demás poderes del Estado involucrados directa y responsablemente en el combate contra la criminalidad, como el Congreso, la fiscalía y el Poder Judicial, no importa si bajo el nombre de un Consejo de Estado o de una alta instancia de coordinación intersectorial. Todos los allí representados tendrán que ponerse por encima de sus pequeños territorios de poder, influencia y conflicto.
No hay mejor lugar que este Consejo de Estado o lo que se llame para ofrecerle al país un referente de confianza, más allá de los discursos de confrontación y de los pleitos burocráticos por estas o cuáles competencias.
Un liderazgo de Estado podría cambiarle la vida y la suerte a Boluarte.
*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.