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La clausura de los cines a pie de calle es el nuevo animal cultural en peligro de extinción. El Prince Charles Cinema de Londres, fundado en 1962 en el Leicester Palace —­en el West End londinense—, representa el nuevo foco de alerta para cinéfilos y profesionales de la industria ante una posible desaparición. La razón es la falta de acuerdo en la negociación entre la empresa que explota la actividad y el actual dueño del edificio: el billonario Asif Aziz, CEO de Criterion Capital y también propietario del espacio Trocadero en la misma ciudad.

A finales de enero se puso en marcha una recogida de firmas para escenificar el apoyo popular a una de las salas de exhibición independientes más significativas de la ciudad y de Europa. El objetivo es llegar a 200.000 y hasta hoy ya se han conseguido más de 160.000, además de contar con el respaldo público de figuras como Quentin Tarantino, John Waters o Paul Thomas Anderson.

La crónica de una muerte anunciada ya no es solo un título, sino un género en sí mismo para hablar de formatos culturales. La agonía que ahora padece el Prince Charles (que en redes sociales tiene hashtag de apoyo: #savepcc) ya lo sufrieron en Madrid el Canciller o el Palafox (ahora sala de cine vip) y más recientemente, en Barcelona, el Comedia. El caso de este último es un buen ejemplo de cómo la potencia económica y los tentáculos de las grandes empresas privadas son capaces de capitalizar formatos culturales en las grandes urbes. Carmen Cervera, baronesa Thyssen-Bornemisza, se alió con el fondo Stoneweg para abrir en el cine Comedia (ubicado entre el paseo de Gràcia y la Gran Via de les Corts Catalanes y que cesó su actividad a principios de 2024) el Museo Carmen Thyssen en torno a 2027. La otra gran incógnita cultural de la capital catalana es el edificio del teatro Principal —ubicado en la Rambla—, que lleva casi dos décadas cerrado y para el que todavía no hay planes en firme.

En Breve historia de la oscuridad (Cuadernos Anagrama), Vicente Monroy —programador de la Cineteca de Madrid— defiende el formato de la sala de cine, de la gran pantalla y de la oscuridad inmersiva con la que se envuelve al público durante la experiencia del visionado como reivindicación al consumo masivo de contenidos mediante plataformas de streaming. Asistir al cine supone un rito dentro de la antropología cultural; un acto de comunión colectiva y de ejercicio de intimidad. Monroy lo recoge así en el libro: “Estamos a tiempo de disfrutar de una de las pocas experiencias que quedan en nuestra sociedad dedicadas al ejercicio grupal y concentrado de al menos dos de nuestros sentidos (…). En una época en que la razón amenaza con instrumentalizar la imaginación y el exceso de exposición y visibilidad asedia las últimas parcelas de nuestra libertad, las salas de cine siguen demostrando que la oscuridad es la condición necesaria de la verdadera luz”.

En España, para que los edificios históricos continúen con su actividad cultural, inquilinos y dueños postulan al inmueble de turno a que opte a la protección de bien de interés cultural (BIC) tanto en el ámbito local como en el nacional: un cortafuegos que evita la recalificación de la actividad hacia otras relacionadas con la hostelería o el ocio.

En Londres, de momento, ni el alcalde, Sadiq Khan, ni la alcaldesa de la noche, Amy Lamé, se han pronunciado al respecto. Ya se verá cómo termina esta película, no se sabe si comedia romántica o blockbuster de terror con zombis y moribundos espacios culturales.



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