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Para la mayoría no es más que una mala hierba al borde del camino. Una que, con suerte, apenas llama la atención cuando sus flores amarillas lucen sobre su alto tallo espigado. Para otros, sin embargo, es un tesoro. Un bocado exquisito que disfrutan como uno de los mayores manjares que regala el campo. Y aunque se conoce por multitud de nombres en toda la península Ibérica, es Andalucía donde tienen su reino las tagarninas “Son algo muy especial, rústicas y brutas, pero con un saborcito delicado y una textura alucinante”, señala el agricultor y divulgador sevillano Renato Álvarez, sobre una planta que destacaron los griegos, citó Cervantes en El Quijote y hoy se celebra en los restaurantes que tiran de tradición.

“¡Espárragos, caracoles, tagarninas de la sierra! A manojitos los niños venden por las carreteras”, cantaba el granadino Carlos Cano, recordando alguno de los productos que históricamente se han recogido en las sierras andaluzas y que tienen un lugar destacado en los viejos recetarios. Es la época de frío, esta que va camino de acabar, el mejor momento para la recogida de una planta compuesta que es familia de otras variedades mucho más habituales en la cocina, como la lechuga o la escarola. “Se comen muchas de ellas, pero algunas han quedado en el olvido y otras son muy marginales”, reconoce Remedios Alarcón, investigadora del Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario (Imidra). Su nombre científico es Scolymus maculatus, pero tiene una primera hermana, Scolymus hispanicus, con la que se confunde con frecuencia porque son prácticamente iguales. A una y otra, de hecho, se les conoce popularmente por los mismos nombres: tagarnina, tagardina, cardillo de comer, cardelina o zafranero, entre otras muchas denominaciones recogidas por el Catálogo metódico de las plantas cultivadas en España, de 1943.

Un cocido andaluz con tagarninas.

“Hay veces que se recogen como tagarninas cuando no lo son: se sabe, sobre todo, porque en su sabor le falta ese golpe de amargor justo y equilibrado”, explica Enrique Salvo, profesor de Botánica y Fisiología Vegetal en la Universidad de Málaga, quien subraya que en ambos casos se trata de una planta con tallos ramificados, como una estrella con muchas puntas, que inicialmente se despliegan a ras de suelo. Se reconocen por su nervio central ancho, de color blancuzco, similar al de las acelgas. Sus hojas son tímidamente espinosas al inicio, aunque pinchan más a medida que se desarrollan. De hecho, debe recolectarse antes de que florezca, porque entonces se vuelve mucho más amarga y fibrosa. Se recolecta solo su roseta basal, pero las raíces siguen bajo tierra, con yemas que no se secan y brotan al año siguiente. Por eso quienes la recogen saben que si vuelven al mismo sitio, la encontrarán temporada tras temporada. “Suelen crecer en tierras de bujeo, fangosas, pobres en caliza”, añade Salvo, que destaca que su territorio principal es la Andalucía occidental, sobre todo Sevilla y Cádiz. Es justo donde se celebran algunas fiestas populares alrededor de este producto, como Montellano (del 14 al 16 de marzo), Villanueva del Rosario (29 de marzo, ya en Málaga) o Los Barrios, donde la XXXIII tagarnina popular se disfrutó a principios de mes.

El botánico, nacido en Algeciras, recuerda salir al campo con su abuela en busca de tagarninas. “Formaba parte de la economía de subsistencia a la que cantaba Carlos Cano. Por eso aquí tienen tanta tradición: la hemos heredado de esos tiempos. Además, es que se da mucho más por estas tierras”. El especialista destaca los valores nutricionales y propiedades antioxidantes y diuréticas de esta variedad y su familiar hispanicus, que según la Academia Gastronómica de Málaga es rica en potasio, fósforo y calcio, además de contener vitaminas del grupo A, B y C. “Siempre se usó para temas de riñones y los pastores la usaban, además, para cuajar la leche”, recuerda Renato Álvarez, hijo de hortelano y licenciado en Ciencias Ambientales. Especializado en Educación Agroambiental, sigue los pasos de quienes hablaron de esta planta hace siglos, como el filósofo y botánico griego Teofrasto en el siglo III antes de Cristo en su Historia de las Plantas, aunque después romanos y árabes también la valoraron. Eso sí, no siempre gustaron a todo el mundo: “Por mi fe, hermano, replicó el del Bosque, que yo no tengo hecho el estómago a tagarninas ni a piruétanos”, escribía Cervantes en El Quijote.

Planta silvestre

La mayoría de las que hoy se sirven en los restaurantes proceden del campo. Álvarez cuenta que algunos agricultores las cultivan en pequeños terrenos, pero que no han sido plantas fáciles de domesticar. Lo han conseguido sobre todo en la Comarca de la Janda, en localidades como Medina Sidonia o Conil de la Frontera, donde la cooperativa Nuestra Señora de Las Virtudes tienen una humilde producción anual. “Hay viveros con bandejas de plantones y las venden también en semillas, pero en realidad son la excepción. Lo normal es que las que están en los mercados sean de origen silvestre”, relata Álvarez. En plazas de abastos de Sevilla o incluso Córdoba no es raro verlas en grandes manojos, como ocurre en otras zonas de la comunidad andaluza como Antequera. En el mercado central de Algeciras se venden en bolsas, muy apreciadas por los vecinos, que las preparan de múltiples formas. El precio va de los tres a los quince euros el kilo.

Un plato de targaninas, consideradas mala hierba para algunos, pero con un uso muy rico en la cocina para otros.

“A mí me encanta cocerlas, rehogarlas con ajo, acompañarlas de un par de huevos fritos y listo”, dice Álvarez, quien reconoce que también las echa en salmuera tras un rápido hervor y las conserva al vacío, proceso parecido al que comercializan algunas empresas, como El Ronqueo, que las acompaña de atún. En su temporada, una de las fórmulas más habituales de disfrutarlas es esparragás, es decir, cocidas y después rehogadas acompañadas de un majao elaborado a base de ajo, pan y almendras —todo frito previamente— en un mortero, donde se añade pimentón y comino. Es la fórmula que utilizan, por ejemplo, en Bodegas Campos (Córdoba) acompañadas de langostinos. Muchos pueblos Andalucía, sobre todo occidental, tienen su propia forma de cocinar la planta. En la venta El Cantarero (Paterna de Rivera) rebozan sus cogollos para servirlos con jamón y huevos de codorniz. En Grazalema las preparan en buñuelos. Ya en Málaga, en Los Atanores (Valle de Abdalajís) las incluyen en un cocido con su pringá y en el Asador Don Joaquín las hacen esparragadas y las culminan con un huevo frito.

“Son fáciles de trabajar”, reconoce Miguel Ángel Fernández, de 31 años e impulsor, junto a Jesús Malla, de 27 años, del restaurante Enea, en Sevilla. A un paso de la estación de AVE de Santa Justa y la conocida avenida Kansas City, este espacio basa su cocina en recuperar recetas y productos olvidados que hasta hace no mucho eran protagonistas en las alacenas de casa. Su menú degustación viaja por la provincia sevillana y lo hace arrancando, precisamente, con las tagarninas como snack cuando, como ahora, están de temporada. Ellos las escaldan y emulsionan junto a un clásico majao de pan, ajo, pimentón y comino. Y con ello rellenan una yema de huevo. En la Venta Caracena, restaurante con dos décadas de historia a las afueras de Alcalá de los Gazules, tiran más de tradición. “Las hacemos esparragás, pero también en potaje”, destaca uno de sus responsables, José Carlos Jiménez, de 35 años. Este rincón es parada habitual del chef José Andrés —a veces acompañado de Ferrán y Albert Adrià— quien siempre pide la corona de tagarninas. “Es una receta muy fácil: cortamos algunas pencas más larguitas desde la base para hacer una especie de corona y luego la sancochamos en agua con sal y laurel, además de un limón partido en cuatro para que el color no se oscurezca”, aconseja Jiménez, que en ocasiones también las sirve aliñadas con huevo cocido y ajo. Será por opciones.





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