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He ahí el horror: que puedas morir sin causa ni culpa explicable, sin ser el directamente extorsionado ni el objetivo preciso al que apuntaron, sin negligencia ni temeridad de tu parte, en pleno trabajo, pues tu grupo se traslada en su bus propio de un local en Jicamarca (San Juan de Lurigancho) a otro en Santa Clara (Ate). Es tan injusto como espantoso que te caiga una bala que no lleva tu nombre y dejes esposa e hijo pequeño. Y eso le pasó –he aquí la razón del candelero– a un cantante popular de esos que sientes más cerca que cualquier otro porque lo llevas en la garganta aunque no cantes ni en la ducha, en las distracciones de la mente aunque estés ocupado en la chamba, en el corazón aunque no seas romántico ni empático con cualquier cosa. Si no lo conocías ni te va la cumbia, lo entenderás inmediatamente, porque de hecho tienes algún ídolo musical que te sublevaría ver asesinado por delincuentes.

Paul Flores murió en la madrugada del domingo 16 y, antes de que terminara el día, el statu quo dinista congresal se remeció como no lo veíamos hace meses. Fuerza Popular, Avanza País y Renovación Popular pidieron la cabeza de Juan José Santiváñez en comunicados. Esos partidos vieron lo que el gobierno no quiso ver: estos no son sus odiados artistas ‘caviares’ que lloran por cualquier cosa; estos son los artistas que nacen en el pueblo y podrían levantarlo, como no lo lograrían los políticos, si encuentran una razón para proponérselo. Quieren protección y prevención, y lo repitieron en la marcha de ayer.

—La nueva síntesis—

Christian Yaipén, miembro destacado en la segunda generación de los Yaipén, con estudios en Berklee (la meca académica de los músicos), fue a enterrar a Paul a Piura y se quebró ante los micrófonos de la prensa en nombre de su rubro y del país inseguro. Paul, a sus 40 años, era algo mayor que Christian, pero también es parte de la segunda generación de una nueva síntesis nacional cocinada desde el sólido norte cumbiambero: ritmo tropical que sopla desde la selva, corazón serrano (¡así se llama otro grupo piurano, también extorsionado!), mezcla y ejecución costeña.

Paul encarna esa síntesis; en su caso, blanco y colorado, con barba rojiza, que le mereció la chapa de ‘Ruso’. Vivió en el asentamiento humano Andrés Avelino Cáceres, en el distrito 26 de Octubre, parte del conglomerado urbano de Piura. Cantó en el coro de la parroquia y, según me contó su primo César en una entrevista, le gustaban especialmente los boleros. Quizá por eso le fue mejor en la variante romántica y lastimera de la cumbia, tropicalización y aggiornamiento de nuestro bolero cantinero. Lo prefiero en esta vertiente sentimental que en la pícara de su último éxito “Pendejerete”, lanzado junto a Leslie Shaw. Enternece verlo en un video bien conservado de su debut a los 17 años, con el tema “Tu última carta”, en un concierto en Chiclayo. Allí quedó claro que esas debilidades de macho eran su fuerte musical. Si encuentran “Lágrima por lágrima” oirán de qué estoy hablando. Si de ahí pasan a “Tomar para olvidar” quizá coincidan en mi recompensada nostalgia del bolero de cantina.

Respeten la cumbia, mafiosos malditos y gobierno frívolo e indolente. Es nuestra industria cultural –hecha en varias regiones para darle más valor agregado– que más fronteras ha cruzado en los últimos años, de Argentina a México. Que la muerte de Paul Flores sea un punto de inflexión y reflexión en el descuido contra el crimen. Este es el año de la “reactivación económica” según denominación oficial en decreto supremo, pero noticias rojas como la muerte de un cantante de cumbia gritan que debiera ser el año en el que enfrentamos la escalada criminal para derrotarla.



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