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Trump no está preparado para presidir la mayor potencia mundial. Su negacionismo le hace despreciar la evidencia, su egolatría transforma sus mentiras en verdades absolutas (aunque reversibles a conveniencia) y su prepotencia deforma la realidad en un permanente plató de televisión donde grabar su show diario. El acuerdo con Ucrania alcanzado en Arabia Saudí se podía haber cerrado en el Despacho Oval. Pero necesitaba escenificarlo (“ya tenéis suficientes minutos de televisión” dijo a los medios presentes) como fortaleza preparada y teatralizada. Vive en un mundo paralelo, como nos dijeron que le ocurría a Nerón. La complejidad del momento no cabe en sus teorías, tan simples, como contrarias a la tradición americana (y occidental) cuando no, directamente falsas.

Por ejemplo, lo que llama el globalismo, palabra ambigua que utiliza con distintos significados según el contexto. En Naciones Unidas en 2019 enfrentó “a los globalistas” con “los patriotas”. Es decir, ese globalismo se opone al amor a la patria (concepto este, también, suficientemente líquido). Otros líderes neoreaccionarios utilizan globalismo como la “configuración actual del marxismo”.

Para algunos autores, el globalismo es más que la globalización. Sería un proyecto de ingeniería social que pretendería trasladar el gobierno del mundo a instituciones internacionales sin territorio, ni pueblo, ni elegidas democráticamente. La globalización sería algo exclusivo del ámbito económico mientras que el globalismo sería un intento político de sustituir a las naciones por un gobierno mundial, detrás del cual estarían todos aquellos “malvados” acusados por los conspiranoicos: ONU, Banco Mundial, Soros, la CNN etc. que se justifican inventándose amenazas como la pandemia o el cambio climático para incrementar su poder. Si globalización es libre comercio, multilateralismo y pactos, lo que representa esta derecha global (y Trump) es lo contrario: aranceles, bilateralismo e imposición del fuerte. Todo ello en defensa de “la patria” (América primero).

No estaría hablando de estas cosas disparatadas, que han existido toda la vida entre minorías perturbadas (Elvis vive, la llegada a la luna fue un montaje, extraterrestres que nos abducen, etc.), si no fuera porque el actual presidente de los EE UU y sus seguidores europeos, basan sus decisiones políticas en esas pseudoteorías neuróticas. Trump, además, asienta su ideología antiglobalista en afirmaciones carentes de todo fundamento, como las recientemente realizadas en una entrevista televisiva en la que afirmaba con desparpajo que “los globalistas han estafado a los EE UU. Han estado quitándole dinero a los Estados Unidos” y con su política de aranceles, solo pretende “recuperar parte de lo que nos han robado”. ¿Dónde hay una sola evidencia o dato que avale mínimamente este disparate? En ningún sitio. Estados Unidos es la mayor potencia económica, en términos de PIB y hegemónica en el planeta y su renta per cápita se ha duplicado en lo que llevamos de siglo. Otra cosa es su redistribución interna. Pero, en esta época de postverdad, ¿a quién le importa los datos? Es mucho más importante trasladar la imagen mesiánica del líder salvador: “Lo que estamos haciendo es muy grande”, repite y repite, sin pruebas.

Y ¿Qué es lo que están haciendo? De momento, unas decisiones erráticas y arbitrarias, que se traducen en fuertes caídas de los valores en las bolsas y temor a que su peculiar visión del mundo conduzca a la economía americana a una recesión global. Como se enseña en primero de económicas, la ya probada teoría comercial de “arruinar a mi vecino”, condujo en los años treinta del siglo XX a la mayor, hasta la fecha, crisis económica mundial. Pero, tranquilos. El líder visionario, como todos los iluminados que han ejercido poder a lo largo de la historia, reconoce que puede ser necesario hacer sacrificios al principio: “Hay periodos de transición, porque lo que estamos haciendo es muy grandes, estamos trayendo la riqueza a EEUU de nuevo”.

Está también reforzando al Putin que invade países, amenaza a Europa con el arma nuclear y consigue encarcelar a sus opositores, si no se “suicidan”, cuando la respuesta occidental a su ataque a Ucrania y su fracaso en esta guerra ante la resistencia ucraniana, lo tenía arrinconado. Y, por último, con su salida de las instituciones y acuerdos internacionales, aislándose en sí mismo, deja el terreno libre para que, poco a poco, China vaya construyendo un tejido internacional de alianzas que acabará en su soñado nuevo orden mundial hegemonizado por el país asiático.

Pero el trumpismo no va solo de aranceles, tecnología y poder económico. Va, sobre todo, de democracia. Trump (y en esto coincide con Putin y con el chino Xi), rompe con la tradición occidental de siglos de creer en los derechos humanos como valores universalizables y rompe con la idea de democracia como el mejor sistema para regular la convivencia entre diferentes. La brecha que abre no es solo entre “la patria” y el resto del mundo, sino en la misma aceptación de quienes forman parte de “la patria”, quienes reúnen las condiciones de homogeneidad suficientes para ser proclamados “patriotas”, dejando claro que el resto, no lo son ni, por tanto, pueden disfrutar de aquellos derechos reservados en exclusiva para los patriotas. No gestiona la diversidad, sino que la elimina, al menos, en el seno de la “patria”. Todo esto es lo que se encierra en la frase de Trump (idéntica a otra de XI): “Yo honro el derecho de cada nación a seguir sus propias costumbres, creencias y tradiciones” pronunciada, también, en la ONU donde sigue vigente la Carta Universal de Derechos Humanos que hoy, Trump, no firmaría.

El mayor problema del trumpismo no es, solo, que haya roto con Europa y con la tradición occidental americana. Sino que lo hace, con respaldo de sus fieles, desde la ignorancia, la manipulación mediática y recorriendo un camino que ya sabemos dónde acaba: en el caos. Como diría el clásico: “Gira il mondo gira…” en un círculo infernal, donde lo único que avanza es la tecnología, el bienestar material, el deterioro del Planeta y el descontento.

Jordi Sevilla es economista.



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