Al referirse al Tratado de París, que cerró en 1783 la Guerra de Independencia de Estados Unidos, Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, legó este atinado pronóstico: “Esta república federal nació pigmeo y ha necesitado el apoyo de España y Francia para su independencia. Llegará un día en que crezca y se torne coloso temible. Entonces olvidará los beneficios recibidos y solo pensará en su engrandecimiento”. Más de 170 años después, en 1955, Félix Gordón Ordás, presidente del Gobierno republicano en el exilio, se lamentaba en una conferencia en Burdeos (Francia) de los Pactos de Madrid entre el régimen franquista y EE UU, firmados en 1953: “A nadie le extrañará que quienes aprendimos a amar a los EE UU en las ideas de los Lincoln y los Jefferson estemos perdiendo nuestro cariño”.
Estas dos frases condensan dos características de la relación entre España y Estados Unidos, una relación marcada históricamente por la desconfianza, la fascinación y la dependencia, cuyos términos parecían fijos desde 1953 pero que ahora se adentra en terra incognita tras el brusco cambio de actitud hacia toda la UE impulsado por Donald Trump.
Por un lado, las palabras del estadista de estirpe nobiliaria ofrecen la pista de lo que sería un prolongado recelo de España hacia la potencia naciente, que le ha infligido derrotas humillantes, la principal en la guerra que acabó con el Desastre de 1898, culminación de un siglo en que EE UU le arrebató sus posesiones en Norteamérica y apoyó los movimientos de independencia de las colonias en el centro y el sur del continente. Aquella sucesión de mazazos aquilató un antiamericanismo especialmente fuerte en las capas conservadoras españolas, que veían en la patria de George Washington todo lo que no querían para la suya: una república federal sin religión oficial ni aristocracia que ofrecía una promesa de movilidad social.
La frase de Gordón en Burdeos ofrece el segundo hilo del que tirar: el de la fascinación —decepcionada al menos en parte en 1953— que EE UU despertó desde su origen en los sectores democráticos españoles por los mismos motivos por los que desagradaba a los inmovilistas. Aquella afinidad se encarnó en el siglo XIX en la Sociedad Abolicionista, que en la estela estadounidense reclamaba el fin de la esclavitud en las colonias españolas y fue germen de diversas iniciativas liberales y republicanistas.
Estas dos líneas históricas se cortaron en 1953, cuando el “coloso” que auguró el estadista monárquico traicionó las esperanzas del republicano en el exilio. “Los Pactos de Madrid fueron un punto de inflexión. El antiamericanismo, hasta entonces predominantemente conservador, empezó a identificarse cada vez más con sectores progresistas, y desde entonces no ha dejado de hacerlo”, explica el profesor de Ciencias Sociales en la Universidad Carlos III Daniel Fernández, autor de El enemigo yanqui (Geneuve, 2012).
¿En qué consistieron aquellos acuerdos? EE UU ayudaba con dinero a España y rompía su aislamiento a cambio de asentarse militarmente en Zaragoza, Torrejón (Madrid), Morón (Sevilla) y Rota (Cádiz). Washington convertía a Franco en su aliado en la Guerra Fría. Quedaban sentadas las bases de una relación que hasta ahora había seguido una regla: EE UU mantiene a España bajo su protección armada y España ofrece su colaboración para la hegemonía geopolítica y militar estadounidense, todo ello mientras crece la relación económica. La entrada de España en la OTAN en 1982, ratificada en referéndum en 1986, reafirmó las bases previas del vínculo bilateral.
Es difícil negar que España ha hecho su parte. En un artículo de 2024 sobre la evolución de la relación entre ambos países, Carlota García Encina, investigadora sobre Relaciones Transatlánticas del Real Instituto Elcano, detalla cómo los sucesivos gobiernos han extremado su disposición a mostrarse como un aliado militar fiable. Aunque el caso más extremo es el apoyo de José María Aznar a la invasión de Irak pese a la fuerte oposición social, hay otros ejemplos de compromiso llevado incluso más lejos que otros socios, como el despliegue en el marco de la guerra de Siria de misiles en Turquía en 2014, “cuando ningún aliado parecía dispuesto”, escribe la autora.
La relación ha sufrido altibajos. Pero, incluso en momentos de tensión, la alianza militar se ha mantenido. A veces, más allá de las apariencias, hasta se ha reforzado. ¿Ejemplos? Tras el acuerdo de 1988 para una reducción de la presencia militar estadounidense, que levantó ampollas en Washington, España le concedió “facilidades logísticas” para operar en Oriente Medio que ni siquiera Franco había dado, recoge el diplomático Carlos Alonso Zaldívar en un artículo sobre relaciones entre ambos países. Después del archiconocido gesto de José Luis Rodríguez Zapatero interpretado como un desaire a la bandera de las barras y estrellas en 2003 y de la retirada de las tropas de Irak en 2004, el mismo Gobierno del PSOE negoció el despliegue de cuatro destructores del escudo antimisiles de la OTAN en Rota. En conversación telefónica, García Encina subraya que también fue Zapatero quien envió tropas a Haití tras su terremoto de 2010, decisión del agrado de la Casa Blanca. Aunque en la primera etapa de Trump las relaciones Washington-Madrid se resintieron, sobre todo por la falta de sintonía política una vez llegó al poder el PSOE, la cooperación militar nunca se puso en entredicho, incluyendo la aceptación de más tropas en Rota.
¿Es la actual crisis otra agitación superficial, en este caso propiciada por Trump, que no alterará las bases profundas de la relación? No lo cree Daniel Fernández, profesor de la UC3M, para quien la explícita falta de compromiso militar de Trump con la UE, sumada a la amenaza arancelaria, supone un “punto de no retorno”.
“España siempre ha sido un aliado leal, confiando en que la relación era recíproca. De repente, descubrimos que no. Aunque una futura Administración rectifique, la duda ya está sembrada. ¿Quién garantiza que en el futuro no habrá nuevos Trumps? Cuando se pierde la confianza, cuesta recuperarla”, afirma el coautor de Somehow different. España vista desde Estados Unidos (Catarata, 2023), para quien hay “condicionantes históricos” que lastran a España ante el periodo de “incertidumbre” que se abre. “A diferencia de buena parte de Europa, donde EE UU actuó como salvador frente al fascismo, en España su papel fue muy distinto, apuntalando la dictadura mediante los pactos de 1953, lo que ha constituido una suerte de pecado original en nuestra relación. Además, la emigración española ha sido mucho menor que la de países como Italia, Irlanda o Polonia, por lo que no se han forjado los mismos lazos”.

El bandazo de Trump, añade Fernández, ofrece además incentivos políticos para explotar el “antiamericanismo”, lo cual podría complicar aún más las relaciones, en una especie de círculo vicioso. Sobre todo porque este sentimiento es comparativamente alto en España, según la serie de estudios sobre el tema que publica el centro de estudios con sede en Washington German Marshall Fund. El último, de 2023, muestra que un 39% de los españoles ven “negativa” la influencia de EE UU en el mundo, frente a un 30% en la muestra total de 14 países. Un 57% de los españoles considera a EE UU un socio fiable, ocho puntos menos que el total. Y eso, antes de Trump. Tras su llegada, hay síntomas de deterioro del sentimiento de ligazón con la potencia americana. Una reciente encuesta de Yougov detecta una caída, tanto en España como en otros países europeos, de la voluntad de ayudar militarmente a Estados Unidos.
El vecino marroquí
García Encina cree que la “disrupción” de Trump lleva a la “incertidumbre”. “¿Qué va a pasar? Hay que esperar. Trump lleva cincuenta días”, afirma con prudencia la investigadora, que sí da por “congelada” la vía de cooperación sobre migración abierta en 2023, que suponía una “interesante ampliación de las relaciones”. Dejando de lado qué hará el imprevisible Trump, García Encina ve limitado el margen de actuación de España. “Siendo pragmáticos, podríamos aprovechar que Trump es un bilateralista, que prefiere relaciones de país a país, para mejorar nuestra posición”, dice, para después señalar que lo ve improbable, en parte porque la “fijación en el nivel militar” no ha abonado relaciones de confianza política, y en parte porque el rol de aliado bilateral se ha diluido en la UE.
La investigadora del Real Instituto Elcano lanza un mensaje contra el catastrofismo. Por ejemplo, ve arriesgado pensar que España no contaría con el apoyo de EE UU en caso de un conflicto con Marruecos, como cuando en 2002 el entonces secretario de Estado de los EE UU, Colin Powell, se implicó en la solución de la crisis en la isla de Perejil. “Que EE UU cuide sus relaciones con Marruecos no significa que abandone las que tiene con España. La geopolítica no es un juego de suma cero”, afirma García Encina, que también descarta un traslado de las fuerzas desplegadas en Rota a Marruecos. “Las instalaciones aquí y allí son distintas. No es viable”, afirma.
Coral Morera, autora de Entre la admiración y el rencor. Estados Unidos y la prensa española ante el final de la Guerra Fría (Universidad de Alcalá, 2015), cree que la llegada de Trump complica una situación que se venía deteriorando. “Desde antes de Trump, a EE UU le interesamos poco, desde luego menos que Marruecos. La diferencia de Trump es que no disimula”, señala Morera, que ve las relaciones bilaterales lastradas durante toda la democracia, no solo ahora, por dos factores. El primero, una “incomprensión” del “pragmatismo” estadounidense; el segundo, un “antiamericanismo de pose intelectual que se exacerba cuando hay presidentes republicanos, y que es contradictorio con nuestro estilo de vida, totalmente influido por su cultura”.