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Tres casos sobre los límites de la libertad de expresión en EE UU dan prueba de la aleatoria, o moldeable, escala de medidas vigente en el plano de las ideas desde el regreso de Donald Trump al poder. El primero es la detención de un estudiante palestino de Columbia, activista y portavoz de las protestas en el campus contra la guerra de Gaza, por, según la Casa Blanca, “alinearse con los terroristas de Hamás”. El segundo, la macabra broma del ex primer ministro israelí Naftali Bennett durante una charla en Harvard sobre el envío de buscas a quienes interrumpieran su discurso, en alusión a los explosivos usados por Israel contra Hezbolá en Líbano y Siria que causaron decenas de muertos. El tercer ejemplo eclosiona en la plaza pública que son las redes: la readmisión de un empleado del DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental, en sus siglas inglesas) que había dimitido por haber hecho comentarios racistas en una cuenta de X, como defender “una inmigración eugenésica” (la teoría nazi de la raza perfecta) y ser “racista antes de que eso estuviera de moda”. Elon Musk acogió en su redil al hijo pródigo después de que el vicepresidente, J. D. Vance, calificara de pecadillos de juventud sus comentarios.

Los dos últimos casos han quedado reducidos a la categoría de anécdota, poco más que una nota a pie de página en el tumultuoso arranque de la segunda presidencia de Trump. Pero el que se refiere al estudiante Mahmud Khalil, residente legal en EE UU que sigue detenido a la espera de que se decida si procede su deportación, es explosivo: una detención política en la que se mezclan derechos fundamentales (la libertad de expresión, protegida por la Constitución); su condición de extranjero en plena ofensiva contra la inmigración, y, como agravante, la cruzada de Trump contra el antisemitismo. Todo ello ha convertido a Khalil y quienes corran su suerte, en objetivo por su triple condición de palestino, activista y extranjero.

Las redes se han convertido en tribunales, cuando no en picotas, y la inteligencia artificial, en una herramienta para aflorar disidencias. Mientras Khalil permanece recluido en un centro para extranjeros de Luisiana, se conocía el cese de una estudiante de Yale a la que una web impulsada por IA halló presuntos vínculos con un grupo supuestamente benefactor del Frente Popular para la Liberación de Palestina, que para Washington es una organización terrorista. Helyeh Doutaghi, de origen árabe y tocada con un pañuelo —otra imagen fácilmente convertible en diana—, fue cesada inmediatamente como subdirectora de un proyecto de la Facultad de Derecho en el que trabajaba desde 2023.

Una segunda estudiante palestina fue detenida este viernes en Columbia por su visado caducado, y una tercera, de nacionalidad india, decidió deportarse tras ver revocado el suyo, mientras el Departamento de Justicia investiga si las protestas estudiantiles en ese campus contra la guerra de Gaza violaron las leyes federales sobre terrorismo, anunció el viernes el fiscal general adjunto, Todd Blanche.

¿Está en juego la libertad de expresión en EE UU, consagrada por la Primera Enmienda constitucional, o solo cuando se dice lo que no le gusta al poder? El caso de Khalil hace realidad la amenaza de Trump de expulsar a los estudiantes extranjeros que participaron en protestas “ilegales”. Su detención, dijo el mandatario, será solo “la primera de muchas”. Agentes federales que normalmente se dedican a perseguir narcos o redes de trata o delitos financieros rebuscan en las redes sociales publicaciones que muestren señales favorables a Hamás. Lo hacen con ayuda de la IA, para que el rastreo sea más rápido y profundo, como la web que precipitó el cese de Douthagi en Yale.

El dedo acusador de la Casa Blanca, que blande un decreto presidencial para combatir el antisemitismo, convierte hoy a cualquiera que se haya manifestado a favor de los palestinos de Gaza, o por un alto el fuego, en un presunto terrorista. Y esa sospecha, sin necesidad de que medie acusación formal como en el caso de Khalil, es lo que les hace deportables en virtud de un añejo estatuto, la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, y la Ley de Inmigración y Nacionalidad. Una disposición que apunta a cualquier “extranjero cuya presencia o actividades en EE UU el secretario de Estado tenga motivos razonables para creer que podría tener consecuencias adversas graves para la política exterior” del país, en especial su privilegiada relación con Israel.

“Una detención que apesta a macartismo”

El hostigamiento plantea serias dudas sobre la vulneración de derechos fundamentales y reaviva episodios oscuros como la caza de brujas de McCarthy en los años cincuenta. “La detención de Khalil, titular de una tarjeta verde y que estudia legalmente en este país, es selectiva, una represalia y un ataque extremo a sus derechos de la Primera Enmienda”, sostiene Donna Lieberman, directora ejecutiva de la Unión de Libertades Civiles de Nueva York. “La detención ilegal apesta a macartismo. Está claro que la Administración está castigándole selectivamente por expresar opiniones disidentes, lo cual es una escalada aterradora de la represión del discurso pro-Palestina, y un abuso agresivo de la ley de inmigración”. Además de alentar la delación y el acoso, el macartismo hizo saltar por los aires las garantías procesales de los sospechosos de simpatizar con el comunismo: a esa época se la llamó el Segundo Terror Rojo.

La represión de la discrepancia se adentra también peligrosamente en territorio de la Primera Enmienda, que consagra constitucionalmente la libertad de expresión. “En EE UU, la Primera Enmienda garantiza a todos la libertad de expresión. Tomar como objetivo a un estudiante activista es una afrenta, un acto manifiestamente inconstitucional que envía el deplorable mensaje de que la libertad de expresión ya no está protegida”, dice Murad Awawdeh, responsable de la Coalición de Inmigración de Nueva York. “Una tarjeta verde solo puede ser revocada por un juez de inmigración, lo que demuestra una vez más que la Administración de Trump está dispuesta a ignorar la ley para infundir miedo y promover su agenda racista”.

Lejos de alcanzar sus propósitos —silenciar toda manifestación propalestina en los campus, cerrados a cal y canto desde la masiva movilización del año pasado—, la detención de Khalil ha desatado la caja de los truenos. Sentadas, concentraciones, protestas espontáneas u organizadas, muchas de ellas convocadas por grupos judíos progresistas, han devuelto a la calle a muchos de los manifestantes supuestamente neutralizados hace un año. El jueves un centenar de personas fueron arrestadas en el interior de la Torre Trump, donde protestaban convocadas por un grupo judío. El pequeño cisma que el caso ha causado en la importante comunidad judía estadounidense es evidente, un punzante desequilibrio entre su apoyo a Israel o su compromiso con las libertades civiles.

Chantaje económico a Columbia

Mientras tanto, las acciones disciplinarias contra estudiantes prosiguen —esta semana Columbia ha expulsado a varios por la ocupación de un edificio hace un año—, mientras agentes de inmigración efectúan nuevas redadas en las residencias del campus. Sobre la institución pesa la retirada de 400 millones de dólares de fondos federales por parte de la Administración de Trump, un castigo por su tibia respuesta a las supuestas manifestaciones de antisemitismo; para recuperar los fondos, la Casa Blanca le ha pedido “disciplina” y cambios en su política de admisión. Es una de las 60 universidades investigadas por acusaciones de “acoso y discriminación antisemitas”. Medio centenar de universidades está igualmente en el punto de mira federal por su política DEI (diversidad, equidad e inclusión, en sus siglas inglesas), otra de las bestias negras de Trump.

“Columbia es una universidad privada, y la Primera Enmienda solo nos protege de la censura del Gobierno, no de la censura de entidades privadas. Pero, no obstante, esto está realmente diseñado, en mi opinión, para enviar el mensaje alto y claro a los estudiantes que quieren protestar en apoyo de Palestina o en apoyo de Hamás, o lo que sea, de que ese tipo de discurso no va a ser tolerado bajo la Administración de Trump. Así que [la detención de Khalil] tiene lo que llamaríamos un efecto amedrentador. Y con eso quiero decir que conducirá a la autocensura”, considera Jay Clavert, profesor de Derecho de la Universidad de Florida.

A Khalil le ha condenado de antemano, sin pruebas, la Casa Blanca; de hecho, no se han presentado cargos contra él y su caso carece de fundamento legal. “En mi opinión, están ocurriendo dos cosas diferentes. Una es el poder del Gobierno federal para tratar de despojar a una persona de su estatus [de residente legal], lo que es posible hacer en interés de la seguridad nacional si apoyara o propugnara una actividad terrorista o tratara de persuadir a otros de que lo hagan”, continúa Clavert. “Pero lo más importante es que todo esto ocurre como represalia por haber ejercido su derecho a la libertad de expresión. Si no hubiera hablado, ¿por qué iban a ir a por él? Lo podemos llamar represalia por ejercer sus derechos de libertad de expresión de la Primera Enmienda”.

¿Apología de la violencia?

El proceso contra Khalil pone también de relieve los límites de las leyes migratorias: ¿puede ser deportado un residente legal por ejercer su derecho a la libertad de expresión? A la espera de que un juez de inmigración decida, el constitucionalista Eugene Volokh, profesor emérito de la Universidad de California, es categórico: “El Tribunal Supremo nunca ha dejado claro si la Primera Enmienda prohíbe al Gobierno deportar a los que no son ciudadanos estadounidenses por su discurso”. Volokh recuerda que “al fin y al cabo, la Primera Enmienda suele proteger el apoyo o la apología de la violencia. Los estadounidenses son perfectamente libres, por ejemplo, de decir que sería bueno que Putin fuera asesinado (ya sea en Rusia o cuando visite, digamos, Bielorrusia); que Israel debería empezar a tomar palestinos como rehenes (incluso aunque hacer eso fuera ilegal según la legislación estadounidense), o que los palestinos tenían razón al tomar rehenes israelíes. La lista de discursos generalmente protegidos por la Constitución sería muy larga”.

La situación al rojo vivo ofrece a los desorientados demócratas una oportunidad para rearmarse. El senador Chris Murphy ha publicado en las redes sociales un vídeo tan didáctico como apasionado en el que pone en la balanza los casos de Khalil y del empleado readmitido por Musk. Del primero, dice, entre otras cosas: “Puedes no estar de acuerdo con su postura abiertamente contraria a Israel, pero no hay ninguna evidencia de que haya violado la ley (…) Está en la cárcel por su discurso político, y esto es lo que debería preocuparnos: en EE UU tu discurso está protegido, le guste o no le guste al presidente. Pero hoy, en los EE UU de Trump, solo está protegido el mensaje de los suyos, aunque sea un mensaje de odio como el del empleado de DOGE. Si tu discurso es crítico, será criminalizado”, señala Murphy, advirtiendo de que no habrá vuelta atrás si un individuo “puede ser encerrado sin cargos por protestar”. Proteger la libertad de expresión es, para el demócrata, “un valor estadounidense, tal vez el más importante”.

Siguiendo con la comparación que establece Murphy entre la detención del palestino y la rehabilitación del joven racista, la hemeroteca virtual ofrece un último ejemplo que confirma la flexibilidad de la vara de medir. En noviembre de 2023, Elon Musk expresó su apoyo a un post antisemita en X, sobre el que dijo que era “la pura verdad”. Fue su repuesta a la publicación de un usuario de X que afirmaba que los judíos “han estado impulsando el tipo exacto de odio dialéctico contra los blancos que afirman querer que la gente deje de utilizar contra ellos”. Porque un saludo nazi, como el que hizo el demiurgo —o aprendiz de brujo— de la segunda Administración de Trump, no surge de la nada.



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