La bala se apiadó de él. Lo pusieron de rodillas, la pistola contra la cabeza. Los disparos —“tas, tas, tas”— rompieron la madrugada de la Laguna Salada, en el solitario e inmenso desierto que aísla Mexicali. “No sentí nada, fíjate, sentí caliente nomás. Cuando me pegó el balazo se me nubló todo, me desmayé”. El tiro acarició la frente, dejó una huella que no se ha ido más de 20 años después, una cicatriz de piel arrugada en la base del cuero cabelludo, pero no se incrustó en el cráneo. Lo respetó. Se había mezclado con gente con la que es mejor no mezclarse. “Les quedamos mal. Y eso es muerte. Si tú le debes un kilo de heroína a una persona y no se la pagas, te van a matar, y si no te encuentran a ti, van a matar a tu familia. Y yo no quería eso”. Cuando se despertó, había dos cuerpos a su lado. “Yo los hablaba, estaban muertos”. La sangre le caía por la frente hasta taparle los ojos. La sacudió como pudo, se arrastró por la arena, llegó a la carretera, pidió raite para Mexicali. En el hospital, escuchó que el doctor llamaba a una patrulla, así que huyó. Fue a casa de un amigo, se limpió, consiguió algo de dinero prestado y, ese mismo día, muerto de miedo, agarró un camión a Ciudad Juárez. La bala tuvo la compasión que no tuvieron sus dealers. Quizá fue la única vez que Ismael Olvera tuvo suerte.
Aquella noche de principios de siglo no fue la última en que Olvera rozó el final: ha cumplido 50 años como un desafío a la medicina. Es un superviviente de la frontera mexicana, uno de tantos en una población sin estadística, despreciada por los números oficiales con los que se batalla en ambas orillas del Río Bravo en esa quimera que Richard Nixon bautizó como guerra contra las drogas y, años después, Donald Trump ha heredado y reconvertido en una cruzada contra el fentanilo, el opioide 50 veces más potente que la heroína que, en este instante, una tarde de marzo, mientras Olvera recuerda sus devaneos con la muerte, abandona la jeringa clavada en su muñeca derecha y se abre paso por el torrente sanguíneo.
Olvera parpadea, se golpea las venas del brazo con los dedos, suspira aliviado. Quiere seguir hablando, pero los ojos se le cierran, olvida lo que estaba diciendo y se sumerge en un delirio sintético sentado en Verter, la primera sala del continente que permite a los adictos consumir en un entorno seguro, supervisado por profesionales. A estas alturas, todo el mundo sabe que Estados Unidos, el país más drogadicto del mundo, se ha enganchado al fentanilo. El opioide ha masacrado a centenares de miles de personas en los últimos años. Lo sabemos porque esas cifras son registradas sistemáticamente. De los adictos como Olvera, que tuvieron la mala suerte de nacer por tan solo unos pocos metros en el lado equivocado de la frontera, apenas se sabe nada.
Es uno de los olvidados por la guerra contra el fentanilo de Trump, el arma con la que amenaza día sí, día también a México y Canadá con la imposición de aranceles si sus vecinos no aprietan la mano. Durante su sexenio (2018-2014), Andrés Manuel López Obrador negó que se produjera —o consumiera— el opioide en México, aunque la realidad se empeñara en demostrar lo contrario. Su sucesora, Claudia Sheinbaum, obligada por Trump, ha reconocido la producción, pero no el consumo, acotado a las ciudades fronterizas. Ni siquiera es legal la naloxona, el antídoto contra el opioide. Las asociaciones de la frontera la traen de contrabando desde Estados Unidos.
Según la presidenta, en México el fentanilo no triunfa porque las familias están muy unidas. Y así, entre relatos huecos, el país carece de cifras o programas públicos más allá de campañas de prevención que, en palabras de Lourdes Angulo, directora de Verter, son “criminalizadoras” para los adictos: “En los últimos años han aumentado las muertes por sobredosis. Está el discurso y por otro lado, lo que está pasando. Decir que el fentanilo mata es una mentira a medias. Lo que mata es no tener acceso a naloxona, no tener servicios de reducción de daños”. Para López Obrador, para Sheinbaum, para Trump, Olvera no existe.
Olvera anduvo el camino habitual de la decena de consumidores entrevistados, el marcado para los que nunca han conocido otra cosa que abuso y desamparo. Empezó consumiendo marihuana cuando tenía 12 o 13 años, con los amigos del barrio. En su familia, las drogas no eran ajenas. Tampoco los golpes o los robos. Todavía adolescente, dio el salto a la metanfetamina. Después, la heroína fue un paso natural, lógico. A los 15 ya era su rutina: fumada al principio, inyectada para aumentar el rush rápido después. En esas calles, el polvo marrón se consigue más fácil que un empleo o un diploma escolar.

—La primera vez vomitas, no es agradable, pero ya la segunda te empieza a agradar. Sientes como paz por dentro, todo lo ves tranquilamente, una rasquerita agradable, el rachazo.
El rachazo, la euforia, dura poco. Con la costumbre cada vez necesitas más. Lo aliñas con otras sustancias. “Le echaba coca, un speedball”. Dejó su casa, se volvió parte de ese medio millar de personas que habitan las calles, los parques y las ruinas de Mexicali. “En cualquier esquina me mirabas tirado, en cualquier yongo [casas abandonadas]. Tenía que robar. Ya me metía casi un gramo diario”. La espiral de “cárceles, hospitales, golpes, hambreada”.
Pasaron los años y las décadas, hasta que aquella vida lo arrodilló ante una pistola en la cabeza y una bala piadosa. Huyó a Ciudad Juárez, malvivió en campamentos informales, lavó carros, recogió basura, nunca dejó la heroína. “Y ya cuando me daban por muerto, eché una llamada después de cuatro años. Contesta mi madre y no creía que era yo”. Volvió a casa, entró a rehabilitación, se casó, tuvo hijos. En algún momento, las cosas se torcieron y recayó. Para entonces, al polvo marrón lo comenzaban a cortar con un nuevo opioide, más barato, más potente, más mortal. Así fue como conoció al fentanilo.
Nacer enganchado
Verter está en el barrio chino de Mexicali, patio trasero para las fiestas de los gringos durante décadas, hoy algo decadente. El muro fronterizo está a menos de 200 metros. Por los barrotes se ve Calexico, la otra cara de la moneda, más pulcra y limpia, con calles cortadas a escuadra y cartabón, el arquetípico suburbio estadounidense. Hay niños mexicanos que van allí al colegio, trabajadores que cruzan cada día, estadounidenses que hacen el camino inverso para comprar medicinas baratas y sin receta en las farmacias mexicanas. También, adictos con pasaporte del país de Trump que acuden a Verter porque en su lado del muro no hay nada parecido, nadie que les intercambie jeringuillas limpias, teste gratis sus dosis, confirme que el fentanilo es fentanilo y no cualquier otra sustancia cortada con adulterantes como la xilacina, un sedante para mascotas.

Hay, por ejemplo, una pareja que acude casi todas las semanas, reserva un hotel durante unos días, se droga y vuelve a Calexico. Uno de los días, él aparece bien peinado, con chamarra de cuero y mascarilla sanitaria para tapar la cara. Deja un puñado de jeringuillas usadas, recoge unas cuantas nuevas, declina educadamente una entrevista y se pierde entre las calles del barrio chino. Los perfiles que pasan por Verter suelen tener en común un primer contacto con los opioides en la adolescencia que nunca se han podido sacudir; orígenes en barrios dejados a su suerte, historias de soledad y aislamiento. Verter atiende a una población de unos 400 adictos. Ellos son mayoría, 80%. Ellas mueren más.
Paulina Montserrat Leal nació en Guadalajara tres décadas atrás. Vino a Mexicali hace 15 años a visitar a un hermano que había saltado a Calexico. La ciudad le gustó. Se quedó, trabajó en bares y tables en el centro. Tuvo un novio heroinómano y quiso probar si esa paz que veía en sus ojos después de pincharse también la calmaría a ella. Desde entonces no ha podido dejarlo más de dos semanas.
Ni siquiera cuando estaba embarazada de su segundo hijo, que llegó al mundo con el fentanilo ya en la sangre. “Nació enganchado, pero nació vivo”. Ambos críos viven en Guadalajara con la familia de Paulina. Hace años que solo los ve por videollamada. “Pero sí saben quién es su mamá y todo”. Acaba de inyectarse, antes de que la malilla, el síndrome de abstinencia, tomara control de su cuerpo. Vive en una cuartería con un hombre bueno, dice, que la ha “adoptado”, la respeta. Él le pide que deje de consumir. Ella espera limpiarse algún día.

Heriberto Salazar comparte pasaporte con Trump. Nació hace 52 años en California. La heroína irrumpió en su adolescencia. Llegó a México huyendo de una condena al otro lado. Ahora descarga camiones para juntar unos pesos. “Ya no sabe uno vivir limpio. Ya son muchos años. Y le juro que quisiera dejarlo, pero no puedo. Es una lucha constante”. Mario Martínez (55) hizo el camino inverso. Creció en Mexicali, cruzó a California y allí se enganchó a los 17 “por un fracaso de amor”. Aquí se quedó tras un par de deportaciones. “Ahorita no está en mis planes dejarlo, pero me gustaría. Tengo un nieto de 11 años”.
A José Ángel García lo atacaron unos perros hace dos años. Le rompieron el brazo, le dejaron el cuerpo hecho una cicatriz. Solo aguantó en el hospital mientras estuvo bajo los efectos de los tranquilizantes. La malilla era tan fuerte que tuvo que volver a las calles a buscar una dosis. La herida nunca sanó: el hueso descolocado dibuja un extraño ángulo. A veces le aburre que su vida sea el espacio entre jeringa y jeringa. Dejó la escuela a los 16 cuando conoció el cristal. La heroína vendría poco después. Hasta ahora, con 25. “No me gusta ser pesimista, carnal. No tengo nada: ni televisión, ni radio, ni celular, nada más tengo una maleta con dos cambios de ropa y ya. Pero estoy vivo. No tengo novia, no tengo nada, pero tengo droga.”