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Una cacofonía de abucheos fue el punto álgido de la noche de música clásica en el auditorio del Kennedy Center, en Washington. El vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, y la segunda dama, Usha Vance, asistieron el jueves al concierto que daba la Orquesta Sinfónica Nacional con el violinista griego Leonidas Kavakos como solista del Concierto para violín y orquesta, num. 2, de Dmitri Shostakóvich. Y la audiencia del Kennedy, por lo general poco dada a alborotar, los recibió a alaridos y gritos de “¡habéis arruinado este lugar!”, proferidos hacia el palco de las autoridades, en el que la pareja se estrenaba, casi siete semanas después de la toma de posesión de Donald Trump.

Más allá de la disonancia ideológica entre la actual Administración y la mayoría de los regulares del Kennedy, faro cultural de una ciudad que votó abrumadoramente demócrata (92%) en las últimas elecciones, la protesta tenía que ver con el asalto de Trump al órgano de gobierno de la institución cultural. El presidente de Estados Unidos anunció a principios de febrero que tomaba el control del centro, del que pasaba a ser su presidente. Despidió al patronato bipartidista, nombró uno nuevo, lleno de fieles, como su jefa de gabinete, Susie Wiles, el cantante de country Lee Greenwood o la segunda dama, Usha Vance, y puso al frente a Richard Grenell, exembajador en Alemania, con la misión de limpiar del “virus woke” del KC, y específicamente, “los shows de drag queens dirigidos a los jóvenes”.

J. D. Vance, esta semana en el Despacho Oval.
J. D. Vance, esta semana en el Despacho Oval. BONNIE CASH / POOL (EFE)

“Fue impresionante. Llevo 20 años yendo al Kennedy Center y nunca había visto algo así: esta es la gente que normalmente no protesta”, explicó este viernes Toni Codinas, que se encontraba entre el público. Codinas también hizo notar otra situación sin precedentes: el enorme despliegue de seguridad, que provocó que el recital empezase con media hora de retraso. Los asistentes habían sido advertidos dos días antes de que no apuraran en su llegada al auditorio, pero no recibieron información sobre a qué invitado esperaban el jueves.

La protesta empezó tímidamente, cuenta Codinas, que calcula que duró “un minuto”. Fue cuando un señor entre el público se levantó para agradecer a los Vance su asistencia y el respetable estalló en abucheos. El vicepresidente respondió a las hostilidades con una sonrisa irónica y un saludo incómodo. Cuando el concierto hubo terminado, Grenell describió al público del Kennedy como “intolerante”.

Futuro incierto

No está claro lo que Trump pretende hacer con el centro, que programa anualmente unos 2.000 espectáculos de música, teatro, ópera o danza, aunque el anuncio de que a partir de ahora él es quien manda (alguien que nunca ha pisado el complejo cultural) ya ha tenido sus primeras consecuencias: han eliminado espectáculos como la actuación del Coro de Hombres Gais de Washington y ha habido cancelaciones voluntarias de músicos (Rhiannon Giddens) y actrices (Issa Rae). La soprano Renée Fleming y el cantautor Ben Folds han dimitido de sus puestos de asesores, y se ha dejado notar un cierto éxodo de donantes, tan esenciales en el sostenimiento de las artes de este país.

En el intermedio, los corrillos resaltaban el hecho de que Vance hubiera escogido un doble programa ruso (en la segunda parte, fue el turno de Petrushka, de Igor Stravinski), dos semanas después de acorralar, en el Despacho Oval y junto a Trump, al presidente ucranio, Volodímir Zelenski en una puesta en escena que Vladímir Putin pudo apuntarse como una victoria. No deja de ser irónico también que el vicepresidente se llevase una reprimenda justo cuando se disponía a escuchar a Shostakóvich, tal vez el compositor que mejor resume los encontronazos entre música y poder político en el siglo XX. Alguien que sufrió el acoso de Stalin tras el estreno de Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, en los tiempos más oscuros de la Unión Soviética.

Aunque es probable que Vance no maneje esa información. En una entrevista de 2016 con The New York Times, afirmó que no se había dado cuenta hasta entonces de que la gente escuchaba música clásica por placer al reflexionar sobre su ascenso en el sistema de clases estadounidense tras el éxito repentino de sus memorias, Hillbilly. Una elegía rural. Con un discurso antiintelectual muy querido por el Partido Republicano, dijo: “Las élites usan palabras diferentes, comen platos diferentes, escuchan música diferente —me asombró saber que la gente escuchaba música clásica por placer— y, en general, viven en mundos diferentes a los de los pobres de Estados Unidos”.

Por lo que se ve, en esos mundos, al menos en Washington, él y las políticas de su Administración no son bien recibidos.



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