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Durante la Edad Media existió la creencia de que los reyes tenían capacidades curativas. Con un toque de sus manos podían sanar a los enfermos, sobre todo si se trataba de la escrófula, también conocida como linfadenitis cervical por micobacterias provocadas por la tuberculosis, enfermedad de la que murió la madre de Joseph Conrad.

El pasado 3 de agosto se conmemoró el centenario de la muerte de Joseph Conrad, escritor polaco que mostraba los conflictos internos de sus personajes llevándolos a situaciones límite. Cualquiera que haya leído El corazón de las tinieblas o Victoria habrá vibrado sobre la cuerda de unas imágenes que basculan entre el realismo y la metafísica.

La fragilidad del ser humano queda expuesta en cada línea de sus diálogos, una expresión discursiva donde la moral es desplazada al reino de las sombras. La oscuridad de sus temas y la inquietante luz de su prosa —que tanto inspiró a Faulkner— hacen de Conrad el fundamento de la literatura norteamericana del siglo pasado. Sin Conrad no se entendería a Faulkner y tampoco se entendería a Hemingway o a Scott Fitzgerald. Y todo esto viene a cuento por el ensayo recientemente aparecido en Debate firmado por Maya Jasanoff bajo el título La guardia del Alba, donde traza una interesante biografía de Conrad en la que no falta la conciencia crítica ni la enfermedad. Tampoco la muerte.

El padre de Conrad, llamado Apollo, pagó con el destierro sus inclinaciones políticas. La llegada a Vologda en un carro de caballos a través de un camino embarrado, y con el pequeño Conrad enfermo, fue un episodio que marcaría para siempre el imaginario febril del futuro escritor. En una de las cartas que Apollo escribió a sus primos apuntaba que Vologda era un “enorme cenagal” y decía, en broma, que el nombre del río era Escrófula debido al mal que allí todo el mundo padecía; una enfermedad medieval muy literaria que viene a ser una infección de tuberculosis cuyo efecto inflama los ganglios linfáticos del cuello y que hoy conocemos científicamente como linfoadenitis tuberculosa.

Dichas escrófulas tienen su origen en los pulmones enfermos, cuyos bacilos alcanzan el torrente sanguíneo provocando la inflamación. Pero lo curioso, y de ahí la calificación de enfermedad literaria, es que, desde la Alta Edad Media, se desarrolló en Francia e Inglaterra la creencia de que los reyes curaban dicha enfermedad con sus manos. Con un toque de sus dedos desaparecían los bulbos del cuello. En aquellos tiempos, el rey era un reflejo de Cristo, de ahí venía su poder sanador. El don divino, atribuido a los monarcas, lo saca Shakespeare en su Macbeth, obra oscura y sangrienta, donde un médico habla de “una turba de infelices que esperan su curación por el toque del rey, tal es la santidad que el Cielo ha concedido a su mano”.

La creencia en lo sobrenatural que domina al ser humano desde el momento en que todo está perdido, viene a encarnarse en la figura de un rey milagroso. De la misma manera, la creencia en los rezos y plegarias a Dios llegan a ser efectivas en el pensamiento religioso, tal y como sucedió con el pequeño Conrad, que sobrevivió a las fiebres del viaje al exilio gracias, según sus padres, a las oraciones. Pero esos mismos rezos no pudieron hacer nada con su madre; años más tarde moriría de tuberculosis. Tendrán que pasar siglos hasta que el azar venga en ayuda de la ciencia para descubrir que la sustancia que segrega el hongo “penicillium” lucha contra las infecciones de manera más eficaz que la religión, aunque esta, la religión, siga cerca de toda enfermedad.

Hay que hacerse cargo, pues siempre existirá el consuelo íntimo de la intervención divina en nuestros males. En ese aspecto, desde los tiempos de Conrad poco o nada hemos cambiado.



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