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Con la polarización que está cayendo en Estados Unidos, el debate celebrado en Nueva York este martes entre candidatos a la vicepresidencia resultó un espectáculo ciertamente insólito. Tanto se dijeron el uno ―el demócrata Tim Walz― al otro ―el republicano J. D. Vance― lo de acuerdo que estaban en este o en aquel asunto y lo mucho que se entendían personalmente, que a ratos dio la impresión de que si no fuera por la existencia de sus respectivos jefes, unos tales Kamala Harris y Donald Trump, ambos subalternos echarían pelillos a la mar y saldrían ya mismo rumbo a la barra de un bar para hablar ante unas cervezas de sus cosas de chicos de pueblo: Valentine (Nebraska), el primero; Middletown (Ohio), el segundo.

Tal vez pudo deberse a lo que el tópico dice sobre la “amabilidad del Medio Oeste”, región que los vio nacer, cuyo paroxismo, abunda ese tópico, aguarda en Minnesota, la tierra del “Minnesota nice” y el Estado del que Walz es gobernador. O podría ser que Vance llegó con una estrategia: congraciarse con su rival para atacar mejor a Harris.

Le urgía además presentarse a sus compatriotas más allá de los memes ridículos y de las declaraciones salvajes sobre mujeres sin hijos, pero con gatos, o sobre inmigrantes que comen mascotas. Y así fue: no se ahorró la ración habitual de mentiras, exageraciones y medias verdades, pero al menos aparcó las teorías conspirativas que alimentan el mundo de pesadilla de su jefe, así como esas bravatas que Vance suelta en los mítines (sin ir más lejos, el sábado pasado, cuando vinculó la deportación masiva de migrantes que promete Trump con un designio cristiano). En otras palabras, el candidato republicano a la vicepresidencia se puso no solo un traje azul y una corbata (¿fucsia?), sino también la equipación de persona sensata y político capaz de practicar el bipartidismo, incluso la empatía.

Llamaba a todos una y otra vez por el nombre de pila: “Tim [Walz], esto”, “Margaret [Brennan, una de las dos moderadoras de la CBS], lo otro”. Al hablar del aborto, se le saltaron las lágrimas (debió de conmoverle la idea de que nadie se acordaría de sus posiciones extremistas en la materia y de que en el pasado ha apoyado su prohibición casi total). Y, cuando en el bloque de la discusión sobre la epidemia de la violencia armada en los colegios estadounidenses, Walz recordó que su hijo de 17 años había presenciado un tiroteo en un centro comunitario “mientras jugaba al voleibol”, Vance movió la cabeza con pesadumbre y, al recobrar la palabra, dijo a su contrincante: “Cuánto lo siento, no sabía nada. Cristo, ten piedad”. Aunque el clímax llegó cuando aseguró que si su rival acabase derrotándolo, este podrá contar con sus “plegarias”, con sus “mejores deseos” y con su “ayuda, llegado el caso”.

Y así fue cómo el debate –en el que no faltaron encontronazos en temas como la inmigración, el único momento en el que tuvieron que cortarles los micrófonos, o el asalto al Capitolio (el republicano afirmó que lo de Trump cuando dejó la Casa Blanca fue “una transferencia pacífica de poder”)― acabó con ambos contrincantes dándose la mano y presentando el uno al otro a sus respectivas esposas.

Un arranque nervioso

Para entonces, a Walz se lo veía mucho menos nervioso que al principio del cara a cara, un arranque durante el que apretaba los labios con consternación y bajaba los ojos cuando no era su turno para apuntar ideas en un papel sobre el atril. En la primera pregunta ―sobre el ataque con misiles de Irán a Israel, el tema del día― el gobernador de Minnesota se atascó un tanto, mientras a su derecha Vance se mostraba calmado y seguro de sí mismo, antes de recordar, como quien presenta sus credenciales a la audiencia, su historia personal: los orígenes humildes, la madre adicta a los opiáceos y la crianza a cargo de su abuela, una mujer de los Apalaches de armas tomar.

Walz ―nacido en “un pueblo de 400 almas”, antiguo oficial de la Guardia Nacional, profesor (”y creo que de los buenos”) y entrenador de fútbol americano― también echó mano de la literatura biográfica. El problema fue que acabó enredado en su memoria cuando le preguntaron sobre por qué embelleció un recuerdo de su paso por China en 1989. “A veces, soy un cabeza hueca”, se excusó.

Su mejor momento, y tal vez el de todo el debate, llegó al final. Sucedió poco antes de que sonara la campana, cuando el gobernador miró a Vance y le preguntó si realmente creía que Trump había ganado las elecciones, como sigue casi cuatro años después defendiendo el expresidente sin base. Aquel no contestó, porque, dijo, prefiere enfocarse “en el futuro”. Entonces, Walz abandonó por un momento su amabilidad de Minnesota, y repuso: “Esa es una respuesta incriminatoria y sin fundamento”.



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